Mi viernes de series hasta que Netflix me pregunte en la pantalla si sigo ahí, se trunca. Llorar puede sanar, puede aliviar la carga, y también contribuye en la difícil tarea de soltar.
Es por eso que decido llorar.
Lloro como nunca lo hice desde la muerte de Tadeo, sentada en el piso con la espalda todavía apoyada en la puerta. Y es en este momento cuando comprendo que, para poder seguir adelante, tengo que aceptar que él nunca va a volver, y que no está de vuelo como venía pensando para hacer más llevadera su ausencia.
Conocí a Tadeo trabajando en el aeropuerto de Ezeiza. Estaba en el último año de la carrera de traductorado público de inglés, y había conseguido un empleo de agente de servicio al pasajero en una aerolínea. Mi papá era un militar retirado de la Fuerza Aérea Argentina, así que de chica jugaba con avioncitos y soñaba con ser azafata para volar como mi papá. Pero eran tantos los requisitos para el puesto que me decanté por profesionalizarme en el idioma inglés, y sentarme a esperar a que las oportunidades de volar por el mundo lleguen solas.
Nuestros caminos se cruzaron por casualidad, en un mar de gente corriendo para todos lados con tal de abordar sus vuelos a tiempo. Y el flechazo fue instantáneo. Me recibí de traductora pública, nos casamos, y cuando comenzábamos a plantearnos la idea de tener un hijo, Tadeo simplemente murió.
No tenía enfermedades, llevaba una vida sana, incuso hacía deportes en su tiempo libre. No hubo ninguna razón médica para justificar su repentina muerte, es por eso que la autopsia final determinó muerte súbdita. Casos muy raros que pueden sucederle a gente joven, y el elegido por la Parca fue Tadeo. Lo único bueno dentro de la tragedia fue que se haya desvanecido un rato antes de partir en un vuelo a Amsterdam, de lo contrario, repatriar su cuerpo hubiera sido más doloroso y engorroso. Y ni hablar de que le hubiera pasado durante el vuelo, quizás estaríamos hablando de una catástrofe aérea.
Pasado el duelo y el shock inicial, renuncié a mi trabajo en la aerolínea porque no quería recordarlo en cada rincón del Pistarini, y me recluí en mi casa. Por fortuna, en ese tiempo mi papá vivía en el pequeño departamento del fondo. Pese a que son dos edificaciones distintas, el terreno es el mismo, y solo divide un patio con techado de policarbonato. Yo vivía en la parte delantera con Tadeo, y papá en el departamento trasero. La entrada a ambas viviendas es la misma, un corto pasillo que divide el garaje y un pequeño local, y al final del mismo, la entrada a mi casa antes de que el pasillo haga una curva y lleve al patio trasero, que técnicamente le pertenece al pequeño departamento del fondo.
Pero a los pocos meses de la tragedia de Tadeo, doña Parca volvió por papá.
Papá sufría del corazón, y obviamente no quedó muy bien desde la muerte de su yerno, a quien quería como si fuese su propio hijo. Cuando Tadeo estaba en casa, solía ayudarlo mucho con la pequeña ferretería que montó en el local del frente, luego de su retiro en las fuerzas. Papá notó casi tanto como yo la ausencia de Tadeo, y su corazón no lo resistió. Un infarto me lo fulminó, sin poder hacer nada.
Y me quedé completamente sola en una casa enorme.
Sin Tadeo y sin papá, fue cuando decidí no dejarme caer en un pozo depresivo, y comencé a buscar un nuevo empleo lejos de los aeropuertos. Hablando con conocidos, un día me presentaron la oportunidad de dar clases de inglés en una multinacional de ingeniería de construcción. Y lo acepté para tener la mente ocupada en algo, sin saber que más tarde el boca a boca entre jefes y proveedores iba a generar la cartera de clientes que tengo hoy en día.
Y aquí estoy. Tirada en el salón de mi casa, llorando todo lo que no lloré en su momento.
Cuando siento que ya no tengo más lágrimas, y voy recuperando de a poco el ritmo normal de respiración, me pongo de pie decidida a cerrar capítulo definitivamente. Guardo mis cosas, me ducho, y hago caso omiso a mi estómago que sigue reclamando comida. Tomo algunas cajas del viejo local, algunas bolsas de basura, y empiezo a separar lo que voy a conservar de lo que voy a donar. Embolso las prendas de Tadeo y papá para donar a la iglesia del barrio, desecho todo lo que no es de valor, y para cuando termino de acomodar toda la casa, incluido el garaje y el local, ya amaneció.
La casa se ve un poco más vacía, pero extrañamente siento alivio. Desayuno algo para no desmayarme por no ingerir alimentos, me ducho para quitarme la mugre de haber limpiado toda la casa, y me recuesto para recargar algo de energías antes de ir a la iglesia a llevar las donaciones.
Pero no puedo dormir.
Estoy tan pasada de vueltas, que por más que cierre los ojos no logro dormirme. Y recuerdo la fortuna que me salió ayer en la galleta, quizás concilie el sueño si me pongo a descifrar si aplica a mi situación actual, o es otra mala frase para rellenar y variar las predicciones.
Estás en el lugar perfecto para llegar desde aquí.
¿Se referirá a mi vida? ¿El ámbito laboral? A veces me pregunto si el que escribe estas frases tiene cultura milenaria china, o es un fracasado escribiendo desde una computadora con el sticker de preparada para el Y2K. Es que en serio, no tiene sentido.
Estás en el lugar perfecto para llegar desde aquí.
«El lugar perfecto...»
«El lugar perfecto para llegar desde aquí...»
«Desde aquí...»
Me reincorporo de un salto al encontrarle un significado coherente en mi vida. Aunque no precisamente estaría dirigida a mí, si es eso a lo que se refiere la fortuna, me afectaría indirectamente en mi vida personal. Tomo mi teléfono.
Me levanto de un salto y busco ropa, no quiero hacer esperar a mi nuevo inquilino.
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Fortuna
ChickLit¿Qué tan difícil puede ser encontrar el segundo amor? Elizabeth perdió un amor. Leroy olvidó un amor. Manuel sirve café a los amores que recién comienzan. Una amistad con sabor a café. Una traición. La fortuna de tener el amor más cerca de lo que im...