Cuarenta y seis

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Entro al Larry intentando mantener la calma, tratando de pasar desapercibida mientras cuento hasta un millón para no llorar apenas entro al territorio de Manuel

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Entro al Larry intentando mantener la calma, tratando de pasar desapercibida mientras cuento hasta un millón para no llorar apenas entro al territorio de Manuel.

Serpenteo las mesas en dirección a la barra, aguardo hasta que Manny termine de atender a la rubia que no para de batirle las pestañas junto con sus amigas, quizás esa es su chica, así que no lo molesto y espero.

Pero apenas gira la cabeza hacia la barra, me ve parada, estática, aferrada a las tiras de mi mochila. Sonrío, pero su rostro se desfigura en una mueca de preocupación.

Lo hizo de nuevo, ya con una mirada comprende que algo no anda bien en mí.

Se disculpa con la mesa, asigna un camarero ante la fúrica mirada que me echa la rubia por distraer la atención de Manny hacia mí, y se acerca con destreza hasta quedar frente a mí.

—Lisa... ¿Qué paso?

Me derrumbo frente a él, me abrazo a su cuello y lloro todo lo que venía conteniendo desde Bitito. Manuel solo acaricia mi cabello mientras pregunta una y otra vez por qué estoy llorando, pero no puedo parar de hipar para responderle. Finalmente, me desenreda de su cuello.

—Lisa... Me estás preocupando y me estoy empezando a calentar —habla con calma mientras me extiende una servilleta de la barra—. ¿Por qué o por quién llorás?

—Leroy...—suelto entre balbuceos, y el rostro de Manuel se transforma.

—Yo sabía... ¡Sabía que ese hijo de mil puta te iba a lastimar! ¡Lo voy a matar a ese imbécil!

Veo que Manuel se remueve hacia la puerta, y temo que cumpla su promesa de bajarle todos los dientes de una trompada. Lo tomo del brazo.

—Manny... —lo llamo, pero no deja de hundir los dedos en su cabello mientras su vista sigue clavada en la puerta—. Manny, ya fue.

—¡No! ¡No fue una mierda! ¡Lo voy a cagar a trompadas! No sé qué te hizo, pero te estoy viendo llorar por su culpa y lo voy matar.

El tono alto de su exclamación, hace que algunos clientes nos observen con curiosidad. Por suerte, Manny comprende que se desbordó. Suspira.

—Manuel, no es para tanto —trato de tranquilizarlo.

—Yo sabía que te iba a hacer llorar, y eso que se lo advertí. Te hacía llorar y me iba a escuchar. ¡Dios que bronca! ¡La concha de su madre! —refunfuña mientras se cubre la cara con ambas manos—. Tengo mucha impotencia, quiero hacer algo ahora mismo y no sé qué hacer.

—Abrazame. Eso es lo que podés hacer y lo que necesito en este momento.

Manuel me abraza mientras sigue dejando caricias y besos en mi cabeza. Me acuna como un bebé y yo suelto las últimas lágrimas que me quedan.

—Andá al depósito, la cama ya no está, pero dejé una mesa con dos sillas. Esperame ahí, llevo algo para tomar y me contás todo, ¿sí?

Asiento con la cabeza, y subo al depósito, consciente de que tengo varias miradas sobre mí, producto del numerito que montó Manuel.

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