Dos

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Leroy está decidido a ser mi escolta personal hasta la vereda, quizás tiene miedo de que me pierda, o simplemente se siente culpable de haberme hecho perder el tren

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Leroy está decidido a ser mi escolta personal hasta la vereda, quizás tiene miedo de que me pierda, o simplemente se siente culpable de haberme hecho perder el tren. Abandonamos juntos el piso, dejando atrás a los hípsters, a quienes les encanta quedarse hasta deshoras poniendo el nombre de Izibay en todos los rincones de la web habidos y por haber.

—¡Buen fin de semana! —grito al pasar cerca de su oficina aislada, sin esperar respuesta y apurando el paso para ver si así dejo a Leroy con los hípsters.

Llamo el ascensor, que se tarda lo suficiente como para darle tiempo a Leroy a pasar por el baño, echarse unas partidas de Candy Crush, y volver con las manos limpias para seguir jugando al guardaespaldas.

—¿Llevas mucho tiempo aquí? —pregunta tímidamente para pasar el rato.

—Desde que se fundaron —contesto sin apartar la vista del contador de pisos del ascensor—. ¿Y vos? ¿Cuánto llevás acá?

—Es mi primera semana.

—Me refiero a Argentina. Claramente, no arrastrás las «ese hache» como nosotros.

—Ah, sí, sí... Claro. Ustedes hablan así... Sha shegué.

Leroy ríe con su patética imitación del acento rioplatense, y yo solo sonrío por no llevar mi mano al rostro en señal de vergüenza ajena. Pero no me contengo.

—Por favor, no vuelvas a hacer eso. Me rehúso a pensar que somos tan patéticos hablando.

—Disculpe, no era mi intención ofenderla, señorita.

—No te preocupes, no me hagas caso. Solo me pone de mal humor quedarme hasta tan tarde un viernes en Microcentro, y cuando estoy de mal humor no me funciona el filtro mente-boca.

Silencio incómodo. Leroy no se anima a seguir forzando charla, y yo me muerdo la cara interna del cachete avergonzada por mi falta de profesionalismo. Quizás es el ambiente hippie millenial que se respira en esta empresa, sabía que en algún momento me iban a terminar arrastrando a su secta de varillas aromáticas y música funk.

Lo observo por el rabillo del ojo mientras espero que el ascensor haga los últimos pisos antes de recogernos, y comienzo a entender ese cosquilleo de quinceañera. El caribeño está jodidamente fuerte, y hasta juraría que todavía conserva algún bronceado de su tierra natal, a pesar de que estamos en mayo.

—Después de usted. —Su melodioso acento me saca de mi pecaminosa fantasía, el ascensor ya llegó.

—Gracias.

Ahora falta lo peor. Bajar treinta pisos encerrada en un cubículo de dos por dos con alumno.

«Sí. Mejor que vuelva a ser alumno.»

Por suerte, el ascensor se sobrecarga lo suficiente en el piso veinticinco como para ir sin escalas hasta la planta baja. El reducido espacio no le da oportunidad a alumno para seguir chamuyándome, cosa que agradezco infinitamente.

Pero al llegar a la recepción, alumno apura el paso hasta llegar junto a mí. Comienzo a pensar en que quizás se pega a mí para tener un aliado y así asegurarse el puesto permanente. Va muerto, yo no tengo ni voz ni voto.

—Buen fin de semana, Leroy. Nos vemos el viernes que viene —saludo al aire mientras enfiló hacia la parada de colectivos, pero el condenado sigue insistente en pegarse a mí.

—¿Vas para allá?

«No. Solo voy a ir hasta la esquina porque me gusta caminar las cuadras enteras. En realidad voy para el otro lado.»

—Sí. Voy para Constitución.

—Pues vamos, también voy para allá.

Maldita sea. Lo último que falta es que tome el maldito tren Roca y se baje en Banfield. Me rindo y acepto su escolta, después de todo, entiendo que quizás está siendo excesivamente simpático porque acaba de entrar. Todos alguna vez lo hemos hecho, me incluyo.

—¿Y vives muy lejos de aquí? —Leroy no se aguanta, y comienza a charlar en plan «ya salimos del trabajo, así que puedo inmiscuir en tu vida privada».

—En Banfield. Una hora de viaje, no es mucho. Estoy juntando para un auto, lo necesito para moverme con más comodidad. A veces es agotador andar corriendo por todo Microcentro.

—¿Y solo trabajas aquí?

—No, doy clases en varias empresas. Clases particulares a niños con déficit de atención, o a los que me traen los padres que quieren una horita más de tranquilidad. A veces hago traducciones de obras... Lo que pinte, no le hago asco a nada.

Leroy sonríe de costado nuevamente, y le devuelvo la sonrisa por instinto. Este maldito me está bajando la guardia, y si quería que no lo odie el resto de la noche por retrasarme en mi objetivo de continuar mi serie de Netflix, lo está logrando.

Doblamos en la esquina para tomar Carlos Pellegrini, y mi cabeza genera una encrucijada entre seguir caminando con Leroy rumbo al Metrobús, o doblar y tomar un café antes de ir a casa.

—Te dejo acá. —Me gana la tentación de un café espumoso—. Creo que voy a hacer tiempo hasta que baje un poco la hora pico para irme, así que voy a tomar tu consejo, y le voy a pedir a los... —Me detengo en seco antes de llamar hípsters a nuestros jefes—. A Mateo y Facundo los mails de ustedes, y les envío el material de la clase.

—Como tú quieras. Te me cuidas, y buen fin de semana.

Leroy me saluda con un beso en el cachete que me genera una pequeña electricidad en la espina dorsal. El semáforo se pone a favor de los peatones, y se va sin antes voltear y guiñarme un ojo. Me aferro a mi cartera y una de las tiras de mi mochila mientras observo su anatomía ropero alejarse a paso lento, y me sorprendo al ver que omite la parada del Metrobús y sigue cruzando hasta llegar a Cerrito. Y lo pierdo de vista.

Chequeadísimo. No iba a tomar ningún colectivo, todo fue una excusa no invasiva para acompañarme hasta el Metrobús.

¿Qué carajos?

¿Qué carajos?

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