Interludio para un wisky

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Siempre me gustaron las mujeres difíciles

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Siempre me gustaron las mujeres difíciles.

Esas que escasean, las empoderadas, las que son tan independientes como yo, las que no asfixian con el cariño y no sobrepasan la línea del espacio personal.

En pocas palabras, me enamoran las mujeres poco demostrativas, esas a las que tenés que extirparle una palabra de cariño.

Por eso me enamore de Elizabeth.

No voy a negar que la primera vez que entró al L'arrière-plan el tiempo se puso en cámara lenta. Me quedé embobado viendo su cabello rubio al compás de sus pasos cortos y apurados, llevaba tantas cosas encima que me contuve de acercarme a asistirla. Apenas se sentó en la mesa del fondo, me acerqué a tomar su orden, quería verla de cerca, descubrir el tono exacto de sus ojos grises.

Pidió un capuchino y una dona de chocolate amargo con frutos rojos, y al devolverme la carta me regaló una sonrisa que me derritió. Me tomé todo el tiempo del mundo para anotar en mi libreta lo que ya había memorizado para siempre, y pude ver de soslayo que abrió su teléfono para leer las noticias. Política, economía, deportes, espectáculos... Siguió de largo en todos los titulares hasta encontrar el horóscopo del día, no dudó ni un segundo en ingresar a la nota.

Bajó hasta poco antes del final. Había nacido bajo Capricornio, y como ya se me había agotado el tiempo del acting de anotar, volví hasta la barra a preparar su pedido. Hice el café más meticuloso de mi vida, y elegí la dona más linda de la vitrina. Cuando estaba volviendo a la mesa con su bandeja, observé en la punta de la barra la caja de galletas de la fortuna que le había comprado a un vendedor ambulante en la mañana de ese día. Tomé una galleta y la coloqué en el platito del café, si le gustaban las predicciones, era un lindo detalle para sorprenderla.

—¿Y esto? —preguntó curiosa dejando escapar una risa cuando deposité la taza frente a ella.

Recé a todos los Dioses para que no notara la mentira que iba a salir de mi boca.

—Acá reemplazamos los cubanitos por galletas de la fortuna.

—¡Que copado! Voy a venir más seguido entonces. ¿Sos el encargado? Es que no te veo vestido como los demás camareros.

Era observadora, temí por mi anterior mentira. Rogué con más fuerza para que no descubriera que las otras mesas no tenían una galleta.

—Soy el dueño de este lugar, me gusta hacer un poco de todo. Manuel, a tu servicio —le ofrecí mi mano.

—Elizabeth, un gusto —aceptó mi cortés saludo, y pude sentir la suavidad de su piel—. Voy a venir más seguido, siempre me gustaron estas galletas, pero son difíciles de conseguir.

—Cuando quieras, acá te esperamos.

La dejé en soledad para que pudiera desayunar tranquila, y apenas volví a la barra tomé la caja de galletas y el teléfono. Busqué el número de la fábrica y consulté para comprarlas al por mayor. Si tenía que comenzar a ofrecer las galletas a los clientes con tal de volverla a ver, lo haría.

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