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Diario del rey —nota 5—:

"¿Quién es ese tal Jereth?"

No sabría decir qué tan rápido ocurrió todo, puesto que, en tan solo unos instantes, luego de escuchar las últimas palabras del rey, ya me encontraba inmovilizada. Inmediatamente, el general Arturo me cargó y, así, me subió a su caballo. Entonces, sin articular ni una sola palabra, fui escoltada hacia el palacio. La verdad es que no ganaba nada enfrentándome a ellos, ya que eran varios Alfas y no tendrían piedad con la Omega rebelde que despreció a su líder, aunque tampoco les convenía matarme.

Cuando llegamos, discretamente, ingresamos por las entradas traseras del palacio, una construcción impresionante. Caminamos por los pasillos, los cuales estaban decorados con cuadros, esculturas y arreglos florales. Después de unos minutos, llegamos a una habitación amplia de paredes blancas, la cual poseía una bella bañera en el centro. Ahí me dejaron en manos de las mucamas. Ellas me metieron a bañar en agua de rosas, lavaron mi cabello castaño y mi débil cuerpo con delicadeza. Luego me perfumaron y me vistieron con prendas de la seda más fina que antes hubiese visto. Sin embargo, a pesar de la amabilidad que expresaron, no le dirigí la palabra a ninguna. Era claro que no lo haría, pues mi odio hacia el rey y toda su riqueza era mayor que mi agradecimiento por el servicio.

Tengo hambre, mi estómago está gruñendo.

—Joven Omega, el rey Alfa la solicita en el comedor —dijo un Beta, mientras entraba a la pequeña salita en la que me encontraba.

Nuevamente no contesté. Me negué a hablar, de cualquier forma, no tenía fuerzas ni para seguir en pie.

A continuación, me guiaron, entre más pasillos elegantes y coloridos, hacia ese dichoso comedor. El Beta me explicó que no podía probar nada hasta que el rey lo permitiese y que no debía usar mis manos, pues la realeza y la nobleza usan siempre cubiertos de plata, no como los "pueblerinos". Al parecer piensan que comemos como animales. En adición, dijo que su majestad estaba furioso conmigo, así que debería cuidar mis palabras.

Diosa Luna, máteme de una vez, por favor. ¡Le suplico su misericordia divina!

—Jimena, siéntate —ordenó aquel hombre de cabello rubio, dorado como el sol, y mirada desafiante. Sus ojos estaban encendidos, sin duda, pero tan solo para esconder su debilidad.

Está igual o peor que yo.

Me senté y esperé a que me regañara. Luego ya vería qué contestarle.

Esto no será bonito.

—Huir de tu pareja predestinada, de mí, el rey Alfa; gritarme y tratarme como a cualquiera, ¿te parece correcto? ¡Una Omega no puede dejar a su Alfa! Tu deber es acompañarme en el reinado y darme un heredero. ¿Por qué querrías dejar todo esto? ¡Soy el rey Gonzalo de Agustina! ¿¡Qué otro Alfa podría ser mejor que yo!?

¿Me está tuteando?

—Mire, su majestad —contesté a regañadientes, con la poca fuerza que me quedaba—. En ningún momento pedí esto. Tan solo decapíteme usted mismo y cásese con algún otro u otra Omega. Por mi parte, esto de las parejas predestinadas es una...

—¡Cállate!

—¡No me tutee! No le he dado ese derecho.

—¡General Arturo! ¡Enciérrela en sus aposentos! —bramó furioso, tanto que pude sentir a su lobo gruñirme, incluso agaché mi cabeza, en señal de sumisión. Sin embargo, no pude evitar burlarme de él.

—¿Ahora tengo aposentos? No sabía que me añoraba tanto.

—No comerá —le dijo al general, ignorándome.

Maldito.

—Y no se le dará ni una rodaja de pan hasta que se disculpe personalmente conmigo.

—Sí, su majestad —contestó el general, con un reverencia.

«La Omega del rey» •  [Historia original]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora