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Diario de Jereth —nota 12—:

"Luna, si no lo consigo, perdóneme".

Sentí que mi vida estaba a punto de culminar, estaba tan decepcionada por haber reaccionado tan tarde. Lamentaba toda la crisis que vendría con la muerte de los reyes, lamentaba todas las vidas que fueron y serían tomadas. Tenía miedo, sin duda, le temía a la muerte. No obstante, era la consecuencia que debía pagar por mis acciones.

Dejo mi vida en sus manos, diosa Luna.

Sin embargo, no morí, pues el general Arturo, transformado en un intimidante lobo gris, se abalanzó contra Jereth, alejándolo de mí. También llegó mi Alfa, corrió a mi lado y me acunó entre sus brazos, inclusive besó mi frente, transmitiendo su protección. De esa forma, mis energías se recargaron y pude reaccionar.

—¡Gonzalo! ¡Gracias! —exclamé sollozando, sin intenciones de alejarme nunca más.

—Tranquila... —susurró.

Mientras tanto, el general logró inmovilizar a Jereth, pese a la resistencia que este opuso. A continuación, los coroneles aprovecharon para rodearlo y apuntar sus filosas armas. Él lucía derrotado, aunque su mirada seguía igual de furiosa y fría, como si, en realidad, no lo tuviesen entre la espada y la pared.

—Parece que ha ganado, su majestad —comentó con burla.

—No tienes derecho de dirigirte a mi persona. Serás ejecutado por traición a Agustina, por intento de asesinato a tus reyes y por las muertes del guardia Dilan, el coronel Tomás del Prado y la sacerdotisa —sentenció el rey con voz firme.

Por mi parte, no pude evitar que las lágrimas brotaran de mis ojos. Me dolía más de lo que pensé. Jereth había sido mi mejor amigo desde que tenía memoria; me había apoyado y cuidado; habíamos reído y llorado; habíamos estado juntos por tantos años que no podía imaginar una vida sin él. Puede que ahora tenga a mi Alfa, pero su compañía no supliría lo que tuve con Jereth. Por eso y otras razones, me quemaba el pecho y no podía evitar romperme.

—A pesar de que aparentemente usted ha ganado, no lo ha hecho —añadió sin perder su ira.

—¿A qué te refieres?

—Jim nunca estará feliz a su lado. Usted no la conoce, no sabe cómo es...

Llévenselo —lo interrumpió con su voz de Alfa, paralizándome de golpe. Por lo tanto, el general Arturo ató sus manos para llevarlo al calabozo antes de su ejecución.

—¡Nunca logrará hacerla feliz! —gritó, antes de que un coronel lo pateara en la pantorrilla para callarlo de una vez.

Por mi parte, no pude articular ni una palabra, pues, desde que Gonzalo utilizó su voz de mando, mi cuerpo se negó a reaccionar. Sin embargo, luego de unos instantes, logré tranquilizarme por su delicioso aroma a menta y pistachos.

—Jimena...

—Alfa...

—¿Te encuentras bien? —preguntó después de soltarme y sentarse a mi lado.

—Estoy mejor —contesté con una sonrisa forzada, ya que sentía como si me hubiesen arrebatado algo muy preciado.

—Jimena, hoy lo decapitaremos públicamente, como ordena la Ley. —Pausó unos segundos, pensando en cómo continuar. —Te necesito presente... Sé que es muy doloroso para ti, mas es nuestra responsabilidad como reyes.

—Lo sé, pero no quiero —susurré.

—Lamentablemente, tu asistencia no está a discusión —contestó con una voz suave, mostrando que estaba atado de manos.

—Entiendo... —suspiré con fuerza— ¿Podrías abrazarme un rato más, por favor?

—Sí —respondió, antes de estrecharme amorosamente entre sus brazos—. Te amo, Jimena.

—Y yo a ti.

«La Omega del rey» •  [Historia original]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora