XLIV. La sirena

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Aunque quisiera aprovechar la libertad de estar en Álamos antes de que se corriera la voz de su paradero, decidió quedarse en la posada para esperar al señor Dávila y su hermana. Cuando llegaron, fue en el carruaje descubierto más elegante que resaltaba entre los caballos amarrados de la cantina donde pertenecía la posada. La tía de Elíza pensaba en que no importaba qué tan caritativos fueran los Dávila, no irían a una cantina de mala fama. Y llegó a la conclusión de que el señor Dávila estaba interesado en Elíza. Le cuchicheó esto a su marido para dejarla sola. Elíza también pensaba eso, pero al recordar la manera tan brusca en que lo rechazó, pensó que no podía ser posible. La trató bien en Páramo porque no podía tratar mal a un visitante, pero ahora era diferente. Solo estaba allí porque la señorita Dávila quería conocerla y él la acompañaba.

   Estaba tan nerviosa que se apartó de la ventana con ganas de zamparse toda la botella de Yocogihua, hasta que cuando entraron los hermanos notó que la señorita Dávila estaba tan nerviosa como ella. Entonces, con ojos desesperados examinó a la señorita que no tenía nada de orgullosa como le dijo Jorge alguna vez.

   Graciela Dávila apenas tenía dieciséis, pero estaba casi tan robusta como Elíza. Era elegante y femenina, aunque no tenía el aire pomposo de las Betancourt. No era tan atractiva como el señor Dávila, pero tampoco era fea. ¡Qué bueno que no accedió a convertirse en soldadera! Pensó Elíza, porque solo por lo terso de las manos de la señorita Dávila se dio cuenta que ella estaba acostumbrada a recibirlo todo. Hasta pena le daba enseñar las suyas con las quemaduras que se hacía con el comal por andar distraída o con los picoteos de cuando les roba los huevos a las gallinas.

   Apenas le iba a preguntar algo, cuando el señor Dávila interrumpió, diciéndole:

   —Hay alguien más que también desea verla...

   Mas fue interrumpido también a su vez por un ruido de afuera. Elíza lo reconoció como un balazo. Los tres fueron a abrir la puerta y se encontraron con nadie más ni nada menos que con el señor Betancourt en el suelo de la cantina con el agujero de la bala por un lado. Elíza procedió a levantarlo del charco y lo sentó en el asiento.

   —Señor Betancourt, ¿qué sucedió? —preguntó ella.

   Pero él estaba hasta las chanclas, o eso creía hasta que el hombre que intentó balearlo le dijo:

   —Ni aguanta nada ese catrín —por como él hablaba, ella pensó que también estaba borracho—. Le envité unos traguitos a ver si muy machos los ricos, y con eso ya tuvo pa' tambalearse con todo y mi botella de licor.

   —Él no está acostumbrado a beber este tipo de licor —dijo el señor Dávila sin verse alterado.

   —Lo que se ve no se pregunta, patrón —dijo otro—. Con esos besitos que le dio a la botella y ya andaba queriendo chillar, ¿sí o no, Martín?

   —Hasta le llamaba a una mentada Juanita —dijo Martín.

   —Sí es cierto —añadió otro y se dirigió a Elíza—. Yo que usté' le hiciera caso, se ve que es de billete.

   El señor Betancourt estaba sonrojado. Elíza fingió no haber sido confundida con su hermana.

   —Bueno, y a mí quién me va a pagar mi botella —dijo el borracho. Y sin tardarse, el señor Dávila le compró otra para que dejara de molestar.

   El grupo de la cantina comenzó a tocar. Elíza se sentó a un lado del señor Betancourt, ignorando lo que dijo sobre Juana.

   —Hace un montón de tiempo que no nos vemos. Y eso que nomás se iba de Trincheras quesque por un rato.

   —Ya van ocho meses, señorita Elíza. Desde el 26 de noviembre, cuando fue el baile en Nogueras.
  
   Realmente le sorprendió que recordara con exactitud la fecha, pero ahora que lo pensaba bien, ya no le sonaba tan trillado. El pobre señor Betancourt no dejó de hacer preguntas sobre Trincheras, aunque las hacía con la intención de saber sobre Juana. Esto no molestaba a Elíza en lo absoluto, puesto que estaba entendiendo el peor defecto del señor Betancourt: su maleabilidad. Y que Juana no fue la única víctima de ña separación de Betancourt y ella.

   Los Galindo estaban con el cantinero poniéndose de acuerdo para esconder a Elíza. Cuando se pusieronde acuerdo, el cantinero se retiró para seguir atendiendo. Ellos se pusieron a observar la escena más insólita: la señorita Graciela Dávila cantando corridos con el grupo. El señor Betancourt y Elíza hablando cómodamente en una mesa. Y el señor Dávila observando sentado en la barra, deseando, tal vez ser con quien estuviera platicando Elíza.

   Al instante concordaron en que ese caballero estaba enamorado de su sobrina.

   —Mira nomás que se me acaba de venir a la mente —dijo la señora Galindo a su esposo—. ¿Y si el señor Dávila pide a Elíza que se esconda en Páramo? Estaría más protegida que aquí.

   —¿Crees que la quiera tanto para eso? ¿Y si primero le advertimos a nuestra sobrina que el señor Dávila la quiere? Porque no quiero que ande incómoda si el señor Dávila comemzara a insinuar su interés.

   —¡Si estarás...! —dijo ella— Si es como su padre, el señor Dávila es un caballero que jamás diría algo de más. Y no necesitamos advertir nada. Elíza es muy inteligente. De seguro ya sabe lo que siente el señor Dávila, pero lo ha de evitar porque ella no siente lo mismo. Ay, esta Elíza, se le escapa uno bueno.

   Volviendo a Elíza. Estaba tan absorta hablando con Betancourt, recordando lo agradable que era, que se olvidó de Dávila. Pero, cuando Betancourt mencionó a sus hermanas, sintió que la conversación se fue en declive. Hubiera preferido no tener que volver a verlas, aunque sería divertido ver las artimañas que la señorita Carolina usaba para intentar atrapar a Dávila. Y como ya no estaba tan concentrada como antes, oyó una conversación de dos hombres que decía:

   —¿No es ése el señor —con la mirada puesta en Dávila— que venía todo los domingos para pagar lo que el otro se chupaba?

   —Sí, es el Fernando Dávila, el que pagaba los platos rotos del Jorge. ¿Qué será de él? Tiene rato que no lo miro por aquí. La verdad qué bueno que ya no viene, porque me tenía harto. No se acababa la botella y ya se andaba queriendo pelear con el que cayera, se creía gallo de peleas.

   —Anda en una bola. Dicen las malas lenguas que sigue igual o peor, que porque aparte de borracho, mujeriego. Y que no le apaga al cigarro.

   Elíza escuchaba atentamente. Pensando cómo pudo creer las mentiras de alguien tan ruin como él. Lamentablemente, llegó la hora de partir de los Dávila y acompañante. Así que la señorita Dávila y Elíza se pusieron de acuerdo para que ella pudiera regresar la visita en Páramo al día siguiente.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora