LV. El músico

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Pocos días después, gracias a la vecina la señora de Benítez se enteró que el señor Dávila había dejado al señor Betancourt solo en Trincheras. No tardó ni un minuto en irse a buscarlo a la tienda donde se le miró solo para invitarlo a cenar... y aprovechó para sacar fiado tamarindos. Tristemente, el señor Betancourt le dijo que sería poco probable poder asistir y que lo mejor sería no reunirse en esta ocasión. La señora de Benítez en vez de insistir, le dijo que si le sobraba tiempo que fuera aunque sea un poquito. Él le respondió que le parecía perfecto y se marchó del lugar.

   Fue una decepción, cuando a la hora de la cena, el señor Betancourt no apareció por ningún lado. No quería que nadie tocara nada de comida, pero al ver que no llegó, dejó que todos se abalanzaran sobre la cena.

   —Si cada vez que se case una hija nos va a hacer pasar estas hambres, mejor quédense así —dijo el señor Benítez a Juana, pues había llegado del trabajo faltando poco para la cena.

   —Ponte a comer y no estés moliendo a Juanita —le regañó la señora de Benítez, tremendamente destrozada—, yo cuando me paso tantito sin comer siento que me va a dar un soponcio.

   Terminaron su cena bien entrada la noche. Cuando Elíza y Juana se encontraban limpiando la mesa, llegó despavorida a la cocina la señora de Benítez, alterada grandemente y exclamando:

   —¡Juana, ve y arréglate enseguida! Había oído un perro ladrar de la esquina, y me asomé creyendo que era el vecino borracho, ¡Pero resulta que es el señor Betancourt con tres músicos! Viene para acá. Elíza, no te quedes viendo pa' todos lados, ayúdala.

   —¡Dígale a Cata que no se asome por la ventana! —dijo Juana, creyendo que lo mejor sería no dar muestra de interés al trío norteño.

   —No estés al pendiente si Cata hace y deshace, yo me fijo que no se asome. Tú ponte tu rebozo que te trajeron de Álamos.

   Por más que Elíza trató de convencerla, Juana no quería asomarse a la ventana para oír la serenata norteña. Porque si lo hacía, la gente pensaría que seguía interesada en él. El grupo estaba acostumbrado a tratar a jovencitas que no salían a la primer canción, así que no se desesperados cuando les tocó cantar la segunda.

   En la segunda canción Juana trató de que su padre se enterara de lo que estaba pasando, pero el señor Benítez estaba tan agusto roncando que los llamados de su hija los oía muy lejanamente en sus sueños. Su madre la regañó por no salir todavía.

   —No me digas que porque te da pena no tener balcón —le regañó la señora de Benítez—. Apúrate a cubrirte con el rebozo y peinarte porque de seguro ya todos los vecinos están afuera esperando si sales o no.

   Elíza fue a su habitación donde tomó el cepillo y el rebozo de Juana. Cuando entró en la habitación miró a su madre al lado de Cata. La señora de Benítez estaba tan dedicada a que la serenata fuera perfecta, que le daba una manotada en la mano cada vez que Catita quería descorrer la cortina para ver.

   Al final de la segunda canción, la señora de Benítez fue por su hija Juana para casi obligarla a descorrer la ventana, claro está, después de sentenciar a sus hermanas que si se asomaban mucho así les iba a ir al día siguiente porque ese era momento de Juana y no de ellas.

   Antes de descubrir la ventana, Juana miró con angustia a Elíza, pues sabía que a partir de aquel instante, ya no habría punto de retorno, y que, ciertamente tenía miedo de las habladurías que habría en el pueblo. No era la primera vez que recibía serenatas, pero era la primera vez que lo hacía alguien a quien sí le gustaba y que la gente lo sabía. Lo anteriores habían sido simples pretendientes que más que ganarla a ella, buscaban aumentar su ego.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora