XLV. La maceta

217 41 89
                                    

Ahora que Elíza estaba segura de que la señorita Betancourt le tenía más que tirria y celos de lo normal, estaba impaciente por cruzar la habitación y que la servidumbre la presentara en el salón donde estaban todos. Recibiéndola la señorita Dávila, muy emocionada de tener a sus amigas reunidas. Mientras que la señorita Betancourt y su hermana hicieron un gesto a modo de saludo.

   Hubo un silencio incómodo. La señorita Betancourt no preguntó por Juana, ni Trincheras, ni Nogueras. Ni siquiera por educación. Solo estaba al pendiente de Elíza, mirándola como si el verla en Páramo fuera de lo más insólito. Graciela Dávila también notana esta atención hacia Elíza, incluso llegó a sentirse incómoda e intimidada, preguntándose si estaba cometiendo algún error.

   En cuanto a Elíza, no le daba importancia a las miradas y gestos de Carolina Betancourt. Ella estaba muy contenta platicando con la señorita Dávila y con la señora de Aguirre, quien era muy elegante y al parecer le apasionaba hablar de lo que estaba ocurriendo con todo lo referente al Usurpador. Elíza no podría descifrar si la dama sentía miedo o preocupación al hablar de ese tema que tan bien dominaba.

   —Dicen que luego de la batalla en Guaymas —decía ella— es muy probable la salida de nuestro presidente. Y si no, los disturbios se desatarán aún más que cuando se quería dar fin al porfiriato. No me quedaré a ver cómo el país se desmorona por esto o por lo otro. Me iré a Estados Unidos en cuanto me sea posible, y ustedes deberían seguir mi ejemplo.

   Por alguna razón, Elíza no tenía ánimos de explicar que no se podía abandonar al país en un momento tan crucial. Incluso la señorita Betancourt la miraba fijamente, esperando de ella algún tipo de discurso. Finalmente, la señorita Betancourt dijo:

   —Mi hermana y yo hemos querido volver hace tanto tiempo, pero es Carlos quien nos tiene aquí. Tal vez si la señorita Dávila se regresara a Nueva York, Carlos nos pediría regresar inmediatamente.

   Lo dijo de un modo tan arrogante, que Elíza supo que eran intentos para provocarla. Pero sintió pena ajena por la señorita Dávila, porque no sabía a dónde mirar luego de aquella indirecta. Era más que notorio que ni el señor Betancourt ni ella estaban enamorados el uno del otro.

   —Puede que —dijo la señorita Dávila— al final y no haya necesidad de irse. Puede que por tantas crisis algún presidente termine vendiendo Sonora así como vendieron La Mesilla.

   —Que no te oigan los indios —replicó la señorita Betancourt mirando a Elíza—, porque se van a emocionar. No veo por qué Estados Unidos querría un estado lleno de indios aferrados.

   —La aferrada es otra diría yo —dijo Elíza como distraída—. No es que no vea por qué Estados Unidos querría Sonora, lo que sucede es que no quiere ver. Porque si supieran cómo somos de fuertes, o como usted dice, aferrados, no nos sueltan. Además que no necesitamos pertenecer a Estados Unidos. He oído que ese lugar está lleno de gente muy... bueno, que es muy violenta con los indígenas.

   La conversación fue interrumpida por los criados que trajeron bocadillos. La señora de Aguirre en vez de ofenderse por las cosas que decía Elíza, parecía admirarla como si estuviera enfrente de una criatura extraña. Y era de entenderse porque nunca había socializado con alguien de clase inferior. Le admiraba su buen vocabulario y opiniones tan al tino, ¡Simplemente quería seguirlq oyendo hablar! Le resultaba tan gracioso verla vestida como alguna de sus criadas pero con más entendimiento que muchos de clase alta.

   —Señorita Benítez —dijo ella—, no entiendo por qué no intenta matricularse en una escuela de enfermería, podría servirle para ofrecer sus servicios a Estados Unidos algún día.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora