XIV. El cotorro

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El señor Benítez apenas despegó sus labios en la cena del día siguiente, y no porque era alguien de talante serio o tímido, sino porque momentos antes de la cena, el señor Carrillo y él habían tenido la conversación que tanta intimidación y mortificación causaba en las mujeres de Laureles. Se concluyó al fin, que para no recurrir a costosas peleas legales, el señor Carrillo no disputaría sus tierras si le daban una cuota mensual. Esta triste conclusión para los Benítez, quienes vivían al día, los desanimó y arruinó la cena. Ellos sabían que la cuota mensual no sería suficiente: también era necesario tratarle como rey porque si le hacían pasar un disgusto... Pero, eso lo creían ellos, porque el señor Carrillo seguía en su papel de hacer las fases y creía que su manera de obrar le parecía la más correcta porque la señora Catalina le aconsejó que les hiciera un sútil «chantaje» para que no olvidaran quién era el verdadero dueño y los podía echar cuando deseara.

   Para no molestar al señor Carrillo, el señor Benítez decidió iniciar un tema de conversación que le caería como anillo al dedo a su «invitado»: la señora Catalina. Al oír su interés, la boca del señor Carrillo se abrió para no cerrarse, empezó a hablar como cotorro. Para él, todo lo concerniente a la señora Catalina era sagrado para él, porque ella fue su salvación y camino a la prósperidad. Uno tras otro, agradecimientos, elogios y comentarios tan halagadores que los Benítez parecían estar escuchando hablar sobre María Magdalena. Él no decía estas palabras con aire infantil, lo hacía con una seriedad que parecía tomarse todo en serio y como si tuviera a su protectora enfrente de él. Como si hablara con verdad, los modales de la señora Catalina eran exquisitos, merecedora de más de lo que poseía, y sus deseos de ayudar al prójimo eran tales... En los dos meses que tenía siendo el mayor administrador de su protectora, ésta le elogiaba su manera de organización y tenía buen concepto de su trabajo. A pesar de vivir en casa propia, ella le invitaba a comer hasta dos veces a la semana. Si había viajes por negocios, en donde ella debía asistir para firmar documentos, él era el primer invitado para acompañarla, incluso una vez fue a Francia para cancelar un contrato con una compañía de vinos, y de una vez para informarse sobre la compra-venta de productos textiles porque el sobrino de la señora Catalina estaba interesado en invertir en dicho negocio. Había personas que no toleraban a la señora Catalina, pero él sabía que era porque no la llegaban a comprender, él nunca había visto orgullo en ella, hasta le trataba como a un hijo real. Él siempre obedecía sus consejos, porque era su autoridad, pues contaba con la sabiduría de una mujer que lo ha visto todo en todas partes, incluso llegó a aconsejarlo que se casara lo más pronto posible, pero que lo hiciera con una mujer digna de su trato. No quería que la hermosa casa que le compró al señlr Carrillo estuviera siempre sola porque él trabajaría, su sueño era ver a una mujer con un niño, instalados alegremente, y el señor Carrillo tomó nota de esto para cumplir lo más pronto posible la voluntad de su protectora.

   La señora de Benítez no se pudo sentir más realizada al escuchar lo último: ¡Una mujer digna del trato de la señora Catalina! ¡Parecía que le describía a Elíza a la perfección! ¡Ya se veía haciendo la horchata para la boda! ¿Pero, qué pensaba? Si en su boda se serviría vino, porque es lo que los ricos tomaban. 

   — Claro que la señora Catalina va a querer a alguien digna de su merced — dijo la señora de Benítez —, con lo buena que ha de ser. Ojalá todas las ricas fueran como ella, y no como otras personas que andan por aquí y tratan mal a los de pueblo. Y, ya vi a Elí.. quiero decir, a la futura mujer de su merced, viviendo en su casa, ¿está muy lejos de la casa de la señora Catalina?

   — El jardín de la hacienda, llamada Rosales, de mi benefactora, está a unos metros de mi casa.

   — Usted dijo que era viuda, ¿cómo está eso? Tan rica y no se ha casado otra vez. ¿Tiene hijos?

   — Tiene una hija, la heredera de Rosales y su gran imperio.

   — ¡Ah, caray, pos, eso se oye muy fino! «Su gran imperio» — repitió, sintiendo que se le escapaba la oportunidad de casar a Elíza — Pero, ¿está guapa la muchacha?

   — Es la señorita más encantadora que se haya visto. Quien la conoce, concuerda que la señorita De Báez es una gran belleza y de rasgos delicados, haciendo honor a su clase social. Tristemente, es de una constitución muy enfermiza, lo que, si hubiera sido pobre, le sentaría mal. Puede que le afecte al intentar hacer algún tipo de actividad, pero su elegancia no se ve afectada en lo mínimo por esta nimiedad. Es tan amable como su madre, en ocasiones, me visita en mi humilde morada, en su faetón francés tirado por ponís excepcionales.

   — ¿Viaja mucho a Francia con su madre?

   — Lamentablemente, su salud no le permite exponerse a los mareos de las embarcaciones. Apenas puede viajar de Arizpe a Magdalena, pero no es recomendable, salvo en casos de emergencia. Como siempre digo, el mundo se pierde de la gracia de tan virtuosa mujer. A mi benefactora le agrada escuchar estas lamentaciones que son imposibles callar cuando conoces a la señorita de Báez. Asímismo, le aseguro que su hija ha nacido para ser la esposa de un barón francés, como los que son amigos íntimos y compañeros de negocios de la señora Catalina. Estos cumplidos brotan de una manera tan fluida en mí, que para mí es un honor usar dicha habilidad para resaltar las virtudes de las damas de Rosales.

   — No puede tener más razón — dijo el señor Benítez —. Le pido que resuelva mi duda: al ser usted tan hábil en el arte de los cumplidos, ¿los más sinceros son los que dice en el momento o guarda para decir en otra ocasión?

   — Ambos son sinceros, la sinceridad en escencial en mis cumplidos. Rara vez improviso, uno de mis pasatiempos es crearlos y después adaptarlos para la situación.

   Esto confimó lo que más temía el señor Benítez: el hijo del negro era tan rídiculo como vacío. Con razón la señora de Benítez y él se llevaban tan bien y hablaban tanto. Era como si cada cumplido que brindara, lo hundiera más. Elíza no soportaba las ganas de reír, siempre volteaba para ver a su padre, que movía negativamente la cabeza, lamentando que deba pagarle una vez al mes a ese que tanto le entretenía hacerle la barba a su protectora.

   La cena terminó y el señor Benítez pidió al señor Carrillo que leyera a sus hijas, para entrenerse y además comprobar por medio de su lectura si era tan educado como él decía. Él aceptó a la petición, pero dijo que le desagradaban leer libros que no fueran de contabilidad y administración; detestaba las novelas y los poemarios apenas los toleraba. Cata agradeció esto, porque también tenía una enemistad con la literatura, no por nada apenas sabía leer. Laurita manifestó su alegría, porque al igual que su hermana, apenas sabía escribir su nombre y contar hasta el veinte. María no dudó en sacar su enciclopedia y buscar la sección de economía, el señor Carrillo agradeció y comenzó a leer sobre la importancia de conocer el funcionamiento de la bolsa en el mercado. Laurita bostezó cuando se leía sobre la conversión del dinero y su equivalente en dólares, y, con gran desconsideración de María, que escuchaba atentamente, interrumpió:

   — Amá, a que no sabías que una bola de Sinaloa que tiene tomado Hermosillo, va a venir pa' acá. La tía me lo contó para que ahora sí Elíza y Juana vayan a los cuarteles, porque entonces sí van a faltar soldaderas.

   Las dos mencionadas callaron a su hermana, pero era demasiado tarde, porque el señor Carrillo con gran aire de ofendido, cerró el libro, lo entregó a su dueña y dijo:

   — Es una lástima que en nuestros días los jóvenes se interesen por cosas vanas y superficiales. Tienen a la mano las mejores herramientas de conocimiento y no las aprovechan, en vez de consumir cosas que les benefician, se vanaglorian y compiten por quien lleve la vida más ignorante.

   Se giró con el señor Benítez y le preguntó si le apetecía jugar a la lotería. Él aceptó, porque tenía tiempo sin jugar lotería. La señora de Benítez y sus hijas mayoren se disculpaban por la insolencia de la mayor, y que no volvería a pasar si retomaba su lectura. El señor Carrillo aclaró que no se sentía mal por culpa de su prima, hasta le agradeció porque tenía años sin jugar a la lotería.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora