XXVIII. El gallo

282 39 40
                                    

Elíza recorrió el viaje con alegría, sabiendo que Juana no podía soportar de mejor manera su dolor, y, que a diferencia de las heroínas de los libros que leía, la desilusión no había afectado la salud de su hermana. Los paisajes verdes del norte le añadían más vivacidad a su viaje, pues Trincheras no era conocido por ser la localidad más colorida.

   Estaba impaciente por conocer Arizpe, y conforme se iban adentrando en un paisaje cada vez más lleno de árboles frondosos, zacate crecido y más zonas montañosas, se maravillaba con mas vistas. Bien entrados los viajeros en Arizpe, miraron la verja en donde se marcaba el inicio del territorio de la hacienda Rosales, Elíza tuvo que admitir que por mucho era la vivienda más esplendorosa que había visto en su vida; escondida levemente entre las pequeñas lomas verdes, de grandes dimensiones y en buenas condiciones, aunque no podía ver detalles, pues Rosales estaba en el centro de tierras muy extensas y oculta entre árboles muy grandes. Por un momento se sintió insignificante, pero al recordar la clase de personas que la habitaba, alzó la cabeza dignamente con una sonrisa.

   Rodearon los terrenos, dirigiéndose a la parte opuesta de la entrada. Debajo de una loma empinada, como si vivieran en un pozo, estaban las tierras del señor Carrillo. Elíza comenzó a tachar al señor Carrillo de convenenciero, pues eso no era para nada parecido a la humilde morada que él describía en Trincheras. La «humilde» morada era el triple de grande que Laureles. La cerca abarcaba buen espacio de las tierras de aquella clase de pozo. Las enormes ventanas estaban adornadas con enredaderas de bugambilia y en el contorno estaban plantados girasoles que a lo mucho medían treinta centimetros. Era una casa digna de estar situada detrás de Rosales. Detrás de la casa, habían casitas, como si criaran animales. En la puerta de entrada, tomados de la mano de manera ceremoniosa, esperaban Carlotta y el señor Carrillo a sus invitados.

   Les acogieron de manera bondadosa, Elíza se reprochaba por haber dudado alguna vez de visitar a Carlotta, porque en cuanto la miró, se sintió más contenta que de costumbre. Al inicio, el señor Carrillo miraba a Elíza con incrédulidad, como si hubiera pensado que ella nunca habría visitado Arizpe si no hubiera sido su esposa. Después se repuso, y la recibió con de la misma manera lisonjera con que trataba a todo mundo.

   Cuando miró el interior de la casa, Elíza se sorprendió de que personas pudieran vivir con tanta ostentación en medio de la Revolución, ¡Ahora entendía por qué los ricos intentaban terminar con la Revolución a toda costa, si eso les aseguraba seguir conservando aquel estilo de vida! Aún estando sorprendida, quiso mostrarse indiferente, no por envidia, sino porque sabía que, además de mirarse una tonta cuando abre los ojos de manera excesiva, ella comprendía que el señor Carrillo intentaba echarle sus lujos a la cara, los lujos que pudieron ser de ella también... El hechizo se rompió, en poco tiempo miró las cosas con la indiferencia con las que se había propuesto verlas, y todo por culpa del señor Carrillo, que al presentar las habitaciones, no dejaba de decir: «La señora Catalina me pidió que aquí ubicara el comedor... La señora Catalina me sugirió que estas fueran las habitaciones de huéspedes... La señora Catalina de Báez me dijo...» «De veras dan ganas de cerrarle la boca —pensaba Elíza—, No pienses eso, te ha recibido y debes mostrarte agradecida, ¡Ahora sí voy a saber lo que es dormir en una cama buena!».

   El señor Carrillo estaba decidido a alardear sobre el menor detalle de su casa, así que una vez terminada la presentación de esta, los guió a su jardín, diciendo que nada era más terapéutico que cuidar de su jardín; plantar semillas, regar las flores, podar los árboles, todos esos trabajos le daban paz después de someterse al estresante trabajo de llevar las cuentas de los gastos de Rosales, aprovechó su mención para decir que su remedo de jardín no era nada al lado se la grandiosa propiedad de Rosales, la hacienda alabada por las amistades extranjeras de la señora Catalina, que al ver su casa comprendían por qué la aristócrata noble (tenía lazos con un conde español) no se mudaba a Francia, que era en donde estaban sus negocios. Ni siquiera la propiedad del presidente de México era comparable con Rosales; la extraña mezcla de una hacienda y un palacio francés.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora