X. El arpa

523 74 37
                                    

En la noche hubo un pequeño tiroteo causado por la bola, al parecer, las balas no tenían ningún motivo bélico, sino de felicidad, pues se enteraron que los federales pasaron por Trincheras e ignoraron el cuartel. Aún así, el sonido de las balas siendo lanzadas causaron susto en el pueblo, y Nogueras no fue la excepción.

   El tema de las balas perdidas fue el más hablado entre los criados de Nogueras al día siguiente. La señora de Higuera y la señorita Betancourt intentaban fingir que no sintieron temor al escuchar las balas; pero otro tema de los criados, fue el gran grito cómico que la señorita Betancourt lanzó al escuchar los balazos. Sus ojos seguían expresando miedo cuando visitó la habitación de Juana para saber su estado. Y, Juana con Elíza no dejaban de reírse del estado tan gracioso de la anfitriona: «Tiene cara de espanto — decía Elíza — por unas tristes balas». Y era cierto, su intento de recuperar la compostura la hacía ver más ridícula, su inquietud la hacía no querer separarse del señor Dávila, en caso de que según sus palabras: «Las damas no estaban acostumbradas a semejantes ruidos. Si llegara a desmayarse de temor; quisiera que el señor Dávila la sostuviera para no lastimarse». Y cumplió su palabra toda la mañana y tarde cuando el señor Dávila escribía una carta para su hermana, y la señorita Betancourt no dejaba de decirle cualquier cosa y pasear, sentarse, caminar alrededor de él.

   Elíza se limitaba a contemplar la escena de una señorita Betancourt buscando excusas para acercarse al señor Dávila. En unos momentos le preguntaba por su hermana, ora se ofrecía traer más papel, ora le pedía que aconsejara a la señorita Dávila que jamás anduviera en los pueblos incivilizados que hacían tiroteos al aire por diversión. Para Elíza, aquella escena era la perfecta representación de los dos: uno, serio, concentrado en escribir su carta a su gusto, ignorando a la habladora de la otra, que era de mente tan corta que nunca se le ocurrió escribir ella misma a la señorita Dávila.

   — ¡La señorita Dávila se alegrará de recibir una carta de usted! Seguro cuando vea su letra en el sobre, deseará que ustedes dos se vean más seguido.

   Él no dijo nada.

   — Tiene tanto que decirle a su hermana, que está escribiendo más rápido de lo acostumbrado.

   — Tengo tanto que contarle, que más bien escribo lento para darme tiempo y expresar con precisión lo que deseo escribirle.

   — ¡Usted que tiene tanta facilidad de encontrar las palabras a la hora de escribir una carta! Escribe de una manera precisa todo tipo de carta, inclusive las de negocio, que me resultan tan tediosas.

   — Me alegro que mi hermana no piense de esa forma, ya que ella ha escrito gustosamente las cartas que no he tenido el tiempo de escribir.

   — Le pido que le exprese a su hermana mi deseos de verla pronto.

   — Hace unos minutos ya lo había pedido y la escuché, no es necesario volver a escribirlo.

   — ¿Es porque tiene poco papel? Ya le he dicho que tenemos más pliegos. Ninguna longitud es suficiente para dos hermanos que tienen tiempo sin verse.

   — Se lo agradezco, pero con este pliego es suficiente.

   — ¿Cómo hace para que su letra sea tan bien legible?

   No hubo respuesta.

   — Dígale a su hermana que me gustaría saber cómo van sus clases de arpa. Avanza de una manera tan rápida, la última vez que la ví, ya era capaz de interpretar piezas un poco complejas... También dígale que la señora Grant envió una carta a mi hermana, haciéndole saber del vestido que usaría para nuestra reunión anual en Manhattan, y, ciertamente es horroroso.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora