LXI. ¡Lotería!

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Llegado el día en que la más señora de Benítez había de despedirse de sus dos hijas se vio colmada de toda clase de sentimientos maternales que aunados con sus nervios la hacían decir cosas que el señor Benítez consideraba disparates.

   —¡Sin nuestra Elízita quién nos va a cuidar de que no quieran saquear Laureles! —exclamaba con gran ímpetu.

   Pero, la verdad es que cuando se fue calmando su emoción se convirtió en una mujer que actuaba de una manera más coherente ahora que no andaba apresurada buscando un pretendiente para su hijas. Lo que siguió igual e incluso aumentó fue su orgullo, porque no cualquiera podía presumir de haber casado a tres hijas en medio de la Revolución donde los buenos pretendientes escaseaban.

   El señor Benítez extrañaba oír los escopetazos de su segunda hija aunque agradecía al mismo tiempo su ausencia porque ya no escucharía a la señora de Benítez preocuparse más por el techo que si a uno le caía una bala perdida. El cariño que le tenía a su hija era tal que se atrevía a viajar hasta Páramo cada cierto tiempo, sin temor a los federales o bandidos porque el fiel Macario lo acompañaba hasta la puerta de Páramo.

   El señor Betancourt y Juana se quedaron en Nogueras nomás un año. El hecho de que la señora de Benítez viviera tan cerca les aseguraba momentos incómodos como cuando invitaba al menos cinco comadres diarias para que fueran a ver cómo vivía su Juanita y qué bien comía. Como eran muy amistosos como para correr a los invitados de la señora de Benítez, decidieron simplemente comprar una hacienda en Álamos. Ahora Elíza no se sentía tan sola porque aunque Juana viviera en la entrada y ella a las afueras, seguía siendo muy cercano para visitarla seguido.

   Cata es sin duda a la que mejor le fue. El pasar tanto tiempo rodeada de las buenas influencias que habían en la casa de los Betancourt y Dávila fue lo mejor que le pudo suceder. El progreso que se manifestó en su cáracter fue tanto que ya no se parecía a la muchachita ignorante y enfadosa que iba siguiendo los pasos de la rebelde de Laurita. Para que su progreso no se viera estancado, su padre le tenía prohibido visitarla, aunque El Fuerte no estaba tan lejos de Álamos lo mejor era no arriesgarse a aceptar las numerosas invitaciones a El Fuerte que Laurita le hacía prometiendole llevarla a todos los bailes y batallones que hay en el lugar.

   María fue la única que siguió viviendo en Laureles. Ahora tenía más obligaciones que antes, por lo que tuvo que convivir más con las personas como ir a la tienda, ayudar a sus padres en las vendimias del pueblo y recibir a las visitas cuando sus padres no estaban. Al ya no estar expuesta a las burlas de sus hermanas menores y darse cuenta que su madre no la quería casar porque era la única que le quedaba, decidió aplazar su entrada a un convento para acompañar a su madre hasta que no la necesite.

   A Laurita le daba lo mismo si Elíza se hubiera casado hasta con el presidente, pero Jorge pensó en todo el dinero que le podía sacar al señor Dávila ahora que se había casado con su cuñada. Para su mala suerte, Elíza le dejó claro que ya sabía lo que él y el señor Carrillo hicieron y que no le ayudaría a sacarle un peso al señor Dávila. Jorge solamente les escribió una carta para felicitar a los Dávila de parte de Laurita, pero Elíza conocía la astucia de ese hombre y sabía que si le prestaba mucha atención podía hacer que hasta el país se alzara en armas otra vez.

Estimada Elíza:
Tanto Laura como yo les deseamos mucha felicidad. Si amas al señor Dávila la mitad de lo que quiero a Laura, entonces eres muy dichosa. No sabes cuánto nos emociona que ahora seas tan rica, solamente esperamos que no se te vaya a subir a la cabeza y te olvides de nosotros. Con lo poco que el rancho nos da para vivir creo que necesitaremos ayuda suya. Con trescientos pesos al año nos conformamos. No le digas al señor Dávila si no quieres.
Tuyo, etcétera.

Elíza les dejó claro que no le volvieran a pedir un solo peso. En su lugar, cuando sabía que alguno de sus trabajadores irían a visitar a alguien a El Fuerte, Elíza les mandaba mazorcas, tomates, calabacitas a su hermana, pero ningún centavo porque no quería que los García despilfarraran el dinero. Con el paso del tiempo Dávila ya no podía seguir teniéndolos en Nopalera, puesto que no prosperaba desde su llegada, y los García no hicieron más que mudarse continuamente por todo Sinaloa. A veces Juana le enseñaba a Elíza cartas de Jorge pidiendo dinero diciendo que se habían mudado a otra casa en El Fuerte, o Badiraguato, o Guasave, Choix hasta que finalmente encontraron la paz en Guamuchil, cuando se dieron cuenta que el problema no era los lugares, si no ellos y comenzaron a tratarse con una indiferencia digna de dos desconocidos aunque Laurita con la animosidad de su juventud se aferró un poco más al amor que prometió sentir siempre por su esposo.

   Cuando Laurita llegaba a Páramo de pasada antes de visitar a su madre, el señor Dávila no podía evitar sentir lástima y le prometía ayudar buscando un puesto para Jorge en Guamuchil, pero era inútil porque la gente ya lo conocía. Luego, la desdichada Laurita visitaba a los Betancourt, donde llegaba a abusar de la generosidad del anfitrión, donde éste debía darle indirectas para que continuara su viaje.

   Carolina Betancourt fue de las más afectadas con la noticia del matrimonio Dávila. Pero como lo último que quería era sentirse desdichada, actuó como si nunca hubiera sucedido nada. Visitaba de vez en cuando Páramo. Seguía adorando a la señorita Graciela Dávila, así como a su hermano, y en cuanto a Elíza... podía decirse que era amistosa con ella cuando la envidia no la corroía por dentro, aunque ya estaba acostumbrada a sentirse así, pues la envidió desde hace más antes de lo que le gustaría admitir, cuando Elíza aún era pobre pero decidida.

   Graciela Dávila se convirtió en una hermana para Elíza. Elíza enseñó a los Dávila que el quehacer y el trabajo no tenían que ser excluidos de los pasatiempos de los ricos. Así pues, era bastante común verla ayudar a la servidumbre de Páramo, sobre todo en la cocina, pues se convirtió en una costumbre que el señor Dávila y ella madrugaran a hacer tortillas. Ese era su momento donde se reían el uno del otro, cuando a Elíza no le salían tan redondas porque no tenía la práctica de Juana o cuando el señor Dávila se quemaba los dedos en el comal queriendo voltear la tortilla.
  
   Cuando la señora Catalina de Báez se enteró de la boda del señor Dávila, hizo lo que pudo para intentar arruinar la reputación de Elíza. Fueron numerosas las ocasiones en que la quiso acusar de espía, pero el señor Dávila la controlaba, alegando que así como los políticos no estaban libres de corrupción, ella tampoco lo estaba y que si no quería estar exiliada como Porfirio Díaz, mejor no los molestara. Esto puso punto final a las amenazas de la señora Catalina de Báez. Un día, para demostrar que estaba en paz con su sobrino, y por curiosidad, visitó Páramo, y no pudo sentirse más indignada cuando él le contó que Elíza y él crearían un cuartel para las bolas que necesitaran quedarse allí de pasada. Y no dudarían en unírsele al General Obregón si éste llamaba a su gente para luchar. La visita le fue tan amarga, sobre todo cuando quiso pasear por la extensa propiedad y pudo ver cuando los Galindo guardaban los cargamentos de bala que habían traído de algún lugar.

   Los Galindo y los Dávila mantuvieron una cercanía muy notable. El señor Dávila y Elíza los querían de veras. Y en cada momento llegaban a la conclusión que gracias a ese viaje de los Galindo para esconder a su sobrina en Álamos, terminaron unidos para siempre.

   Triincheras pasó de odiar a los Benítez a quererlos incluso más que antes. Todos le preguntaban a la señora de Benítez por Elíza y cuando llegaba un regimiento a Trincheras no podían evitar exclamar un: "¡Aquí anduviera Elíza si estuviera aquí!" Había quienes incluso aseguraban haberla visto, pero resultaba ser otra joven delgada y de cabello negro y tez morena, que cuando volteaba la cara, le hacían falta los ojos oscuros de Elíza. "Esa de que rato ya está juntada con el Alacrán" respondían a los que creían haberla visto. Al señor Dávila se le quedó el apodo de El Alacrán en modo de cariño, y lo primero que hacían cuando veían al señor Betancourt era preguntarle: "¿Cómo está El Alacrán; sí-cierto que desde que tuvo casorio ya no pica?" Y Betancourt respondía con un alegre: "¡Ansina es!".

FIN

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora