XI. Chorro

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Cuando los jóvenes amigos regresaron de su paseo, miraron que Elíza y Juana conversaban sentadas en la sala. Las hermanas de Betancourt se deshacían en comentarios sobre la excelente recuperación de su invitada. A Elíza le sorprendió lo amables que podían llegar a ser cuando se lo proponían, porque en todo momento daban muestras de preocupación al preguntarle si se sentía incómoda o si necesitaba algo. El señor Betancourt se unió a la conversación y en poco tiempo la salud de Juana pasó a segundo plano.

   Reunidos todos en la sala, la señorita Betancourt miró de reojo al señor Dávila, lo pudo mirar muy pensativo, como si no estuviera en esa habitación, decidió recordarle lo agradable que estuvo su paseo por los alrededores de Nogueras: "Se perdió de un buen paseo, señorita Elíza". Sus palabras pasaron desapercibidas pero sirvió para reavivar el interés por Juana. El señor Dávila dijo estar contento por su recuperación y le estrechó la mano, lo mismo hizo el señor Higuera, pero no pudo estrechar su mano porque tenía sus manos sucias por el pollo que estaba comiendo. El señor Betancourt seguía sentado, animando a Juana con su plática tan consoladora. Elíza estaba muy ocupada ajustando vestidos que la señorita Betancourt le regaló a Juana, con el motivo de que eran vestidos pasados de temporada. A Elíza no le regaló nada, pero sabía que entre toda esa bolsa de vestidos; alguno le debería de regalar Juana si es que antes Catalina y Laura le dejaban algo. Mientras pasaba la aguja y el hilo por la tela lisa, de vez en cuando daba una ojeada a su hermana y su corazón se enternecía de verla tan feliz con Betancourt.

   Después de un entremés, el señor Higuera intentó convencer a su cuñada para jugar algún juego de mesa, pero su lucha no pudo ser más inútil porque la señorita Betancourt miró la reacción del señor Dávila cuando el señor Higuera pronunció la palabra «juegos». Por consiguiente, el señor Higuera se tiró en el sofá y se echó a dormir una siesta sin importarle las personas presentes. Dávila tomó uno de los pocos libros que habían y la señorita Betancourt imitó lo anterior. La señora de Higuera se puso a jugar con sus alhajas y de vez en cuando participaba en la conversación de Juana y el señor Betancourt.

   Se podría decir que la señorita Betancourt tenía el libro como adorno, porque no leía nada y sólo lo usaba para esconder su rostro para observar al señor Dávila, quien sí leía rápidamente y apenas despegaba la vista de las páginas. Al último, prefirió dejar el libro y hacerle preguntas a su compañero, que se limitaba a contestar con la mayor frialdad y brevedad para regresar a su lectura. Viendo que no funcionaban sus tácticas, fue a guardar el libro que nunca leyó y solamente escogió porque era el segundo tomo del libro que leía el señor Dávila. Se detuvo un momento en el pequeño estante, bostezó y dijo:

   —¡No hay mejor diversión que leer un libro bien escrito! ¡Es una sensación tan compleja y refrescante! Es como si, después de leer una gran obra, una parte de nosotros, ya sea grande o pequeña; renaciera y reconstruyera el templo que somos. No cualquier libro provoca esta sensación, hay algunos que en vez de construir: derrumban. Sí, sí, el día que tenga mi propia mansión, ésta será como la segunda biblioteca de Alejandría. No sé si usted haya oído hablar de esa historia, señorita Elíza, porque usted ha de conocer puros cuentos de canasta —rió, pero la insultada ni se molestó en despegar la vista de su labor.

   En vista que nadie contestó, volvió a bostezar, se alejó del estante y dudaba si regresar a su asiento o no. Finalmente, comenzó a pasear lentamente por la habitación, llegando al lugar en donde estaba el señor Betancourt, y le escuchó decir la palabra «baile» a Juana, se giró a él y dijo:

   —Conque el plan sigue en marcha. Carlos, ¿no has oído hablar de los disturbios que la bola sigue haciendo? ¿Quieres que te recuerde de lo que son capaces de hacer? Podrían saquear Nogueras. Piénsalo muy bien, Carlos, no lo hagas para complacer a las últimas dos hermanas Benítez. Consulta con los que vivimos aquí y tenemos miedo que roben nuestras joyas, vestidos y demás. No quiero que ellos la pasen de maravilla mientras nos hacen sus barbaries, me da el sentimiento que para algunos de nosotros no será placentero recibir a semejante grupo de rebeldes.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora