XVII. La escalera

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Al día siguiente, las hermanas Benítez madrugaron para ir al cuartel y hacer sus quehaceres correspondientes. El señor García no se despegaba de Elíza mientras ella lavaba en el río, pero al poco tiempo tuvo que irse para entrenar porque no era un experto en el manejo de los rifles. Cuando por fin dejó sola a Elíza, ésta fue a buscar a Juana, que estaba encima de una escalera, tirando las ramas que se acumulaban en la parte superior de la tienda, porque el general les avisó que pasarían bastante tiempo en Trincheras antes de tomar Guaymas. Era curioso verla, por su baja estatura, definitivamente no era la mejor para aquél trabajo, pero casi todas las otras soldaderas se habían ido para entrenar con el rifle, entre ellas Cata y Laura.

Aprovechando que no había nadie cerca, Elíza le contó la conversación que sostuvo con el señor García el día anterior, omitiendo lo relacionado a la señorita Dávila

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Aprovechando que no había nadie cerca, Elíza le contó la conversación que sostuvo con el señor García el día anterior, omitiendo lo relacionado a la señorita Dávila. Habiendo terminado, las opiniones de Elíza no se hicieron esperar y enseguida destacó que la historia era lógica y que, por donde la vieras, no tenía fallos de la realidad porque los dos adversarios tenían pinta de lo que se había narrado. No obstante, Juana no pensaba así, ella creía que sí debía haber un fallo en aquella historia, porque el señor Dávila era de talante serio, mas no cruel, y Jorge no podía ser tan tonto como para no haber recurrido a la ley si decía tener pruebas y testigos. A diferencia de su hermana, concluyó que, tal vez, todo pudo ser un malentendido creado por terceros.

   — Los dos deben ser víctimas — dijo Juana —. Tal vez, un criado envidioso hizo de las suyas para enemistarlos y que así Jorge regresara a su punto de inicio. O, alguien que los quería ver distanciados.

   — Ay, Juana — inició Elíza —, si hubiera terceros en la historia, tú los defenderías también, pero como no hay, pues te los inventas para echarles la culpa. De veras que no te entiendo.

   — ¡No te rías porque me mueves la escalera! — exclamó mientras se agarraba para no caerse — Sabes que tengo mal equilibrio. Me es más fácil culpar a un tercero que al señor Dávila, alguien que estaba tan unido a Jorge... Es imposible, pero, que te digo imposible. El señor Dávila es conocido por ser todo un caballero, no creo que esté en donde está a base de puras traiciones. El señor Betancourt jamás se haría amigo de personas que sean así de desdeñosas y maliciosas, que no tienen espacio para la caridad, porque, oh, pobre Jorge, debió sentirse fatal cuando se enteró que el señor Dávila le clavaba un puñal por la espalda. Me niego a aceptar que el señor Betancourt sea amigo de un hombre capaz de hacer eso.

   — Es más probable que el señor Betancourt no sabe nada... Eso debe ser. El señor Dávila jamás le contó de sus maldades y desconsideraciones, de modo que no te preocupes por eso, Juana. Y si le hubiera confiado algo, le habría mentido, porque el señor García lo tiene todo: desde fechas hasta testigos. Ya decía yo, que ese señor Dávila se escondía algo, no puede ser tan pulcro como creen que es, cuando intentaba descifrar su cáracter, me di cuenta que sabía muy poco de él como para juzgarle, pero ahora no necesito saber más.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora