XLVIII. El pájaro

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Todos en Laureles creían que el señor Benítez enviaría cartas detalladas sobre la búsqueda de los fugados. En su lugar, los tenía a todos en ascuas, no mandaba ningún tipo de comunicado. Elíza y Juana debían consolar a su madre, quien creía que al señor Benítez ya lo habían matado desde hace rato, pero nadie creía que eso fuera la razón por no escribir, más bien, lo asociaban a que no tenía el tiempo para sentarse a escribir por andar buscando a su hija.

  El rechazo a las Benítez era notorio cada día más, a la única que masomenos aceptaban era a Juana, por lo que se convirtió en la de los mandados. Un día, su madre la mandó a pedirle hojas de guayaba a la señora de López para hacerse un té para los nervios. Juana salió hacia la dirección de Casa López, pero a dos cuadras de llegar, las mujeres se pusieron alrededor de ella y una señora le preguntó:

   —Juanita no me vayas a decir que todavía no hallan a los que se fugaron.

   Juana sólo negó lentamente con los ojos fijos en el piso.

   —Ya estuvo bueno de que no los pueden encontrar —dijo una muchacha—. Yo digo que ya nos vayamos a Magdalena a buscarlos para correrlos a pedradas. Aquí no queremos a los que no los casa ningún padre.

   —¡Por favor, aún no! —exclamó Juana— Necesitamos más tiempo.

   Ninguna le prestó atención, todas se pusieron de acuerdo para ir a Magdalena.

   —¿Cuál es la necesidad de ir tan lejos por ellos? —dijo Juana casi llorando— En carreta es más de una hora. Mejor dejen que mi padre la encuentre.

   —Con todo respeto, Juana —dijo una— pero si dejamos que su padre los encuentre se nos van a ir y necesitamos demostrar que nadie mancha el honor de nuestro pueblo y sobre todo del cerro donde vive su mercé' porque allí se halló a la virgencita de Trincheras.

   Juana guardó silencio mientras todas se quejaban de Laurita y su poco pudor al venir de un lugar tan "santo" que fue escogido para ser el hogar de una virgen muy milagrosa y adorada en el pueblo.

   Luego de que oyera todas esas discusiones y haber conocido la causa de ese pueblo para ser tan estricto, llegó a Casa López. La señora de López le permitió arrancar hojas de guayaba, además de decirle que Don Guillermo había regresado de visitar a Carlotta, y que el señor Carrillo le había dado una carta para enviársela al señor Benítez. Se le entregó la carta a Juana y con ella llegó a casa.

Elíza no soportaba estar encerrada todo el día y que fuera Juana quien se tuviera que enfrentar a la ira de Trincheras. Y cuando miró a su pobre hermana tan agitada relatándole lo sucedido, sintió el deseo de decirle a todas esas mujeres que se largaran a Magdalena a ver si los federales las iban a dejar salir tan fácilmente en bola.

   —Pos a mí no me importa quién encuentra a Laurita, con que la encuentren —se lamentó la señora de Benítez.

   —Pero si la encuentran se la echan —exclamó Elíza— y todo por culpa de querer tener un pueblo digno de una virgen que se encontró hace como trescientos años y que el Padre nomás le hace misa una vez al año.

   —Aún no se cumplen los trescientos años de haber sido encontrada —corrigió María—, pero eso explica el por qué siempre han sido tan severos con las mujeres que destierran. Como nunca nos había sucedido esto, es normal que no conociéramos por qué lo hacían. Pancha me contó que la última vez que una mujer fue desterrada de Trincheras fue antes de que si quiera nuestros padres se establecieran en Laureles.

   —Entonces hay que decirle a ese hombre que se apure —gritó la señora de Benítez—, porque ya estuvo que no van a soltar a Laurita hasta que se case. Y este hombre que no da ni una, parece que tiene atole en las venas. ¡Lo que le voy a hacer si no me trae a mi Laurita! Cada vez que me acuerdo de lo que pasó me tambalean las piernas. Juanita, lee la carta que te dieron del señor Carrillo.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora