LX. La rosa

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Un día el señor Dávila y el señor Betancourt organizaron un baile en la cantina de Trincheras para celebrar su compromiso con las hermanas Benítez. El motivo también era para que el pueblo comenzara a sentir agrado por el señor Dávila. Y cuando todos supieron que él pagaría lo que tomaran, todos dejaron de creerlo su enemigo. Elíza ya había recuperado su buen humor y había dejado la preocupación de lado, así que mientras bailaban un corrido no tardó en preguntarle al señor Dávila lo siguiente:

   —¿Cómo fue que te enamoraste de mí? Mis encantos de aquel entonces no parecían ser lo que tú buscabas en una dama, ¿qué te hizo fijarte en mí?

   —No podría decirle el lugar, el momento, la mirada o las palabras que fueron construyendo estos sentimientos. Es como cuando bebes un buen bacanora, admites estar borracho cuando ya no puedes ni caminar.

   —No has podido hacer mejor comparación —le dijo—. Así como un borracho niega estar borracho, tú negabas estar enamorado y yo le echaba más leña al fuego tratándote diferente a como eras tratado, ¿acaso no te enamoraste de mí por mi impertinencia?

   —Yo le llamaría viveza de ingenio.

   —No tengo problema si le dices impertinencia. Eso era y nada más. Estabas harto de que toda la gente te diera demasiada atención y cumplidos... hasta que un día llegué yo preguntándome por qué tenía que buscar tu aprobación si ni me caías bien. Todas las que intentaron enamorarte fracasaron por intentar conquistarte aumentandote el orgullo. Aún tenías un poco de humildad y reconocías que yo te trataba como te merecías. Te he ahorrado la respuesta a mi pregunta porque ya la he elaborado. Me hubiera gustado que te enamoraras de mis pocas virtudes en vez del poco respeto que te tenía, pero como dice mi buena amiga Carlotta de Carrillo, ya habrá tiempo para conocernos mejor, o en nuestro caso, conocer nuestras cosas buenas.

   —Lo creas o no, conozco tus virtudes. Fuiste muy cariñosa cuando cuidabas de Juana en Nogueras.

   —¡Me va a decir que nadie haría lo mismo por ella! Pero consideralo una virtud si así quieres. Así son los enamorados; exageran las virtudes de quien dicen querer. A mí me gusta, por el otro lado, me gusta pelearme. Dígame la razón por la que se resistió tanto a decirme que todavía me quería.

   —La miraba tan seria y a la defensiva, que temí que de la nada sacara algún tipo de arma y me mandara al campo santo. Estaba muy turbado como para decir algo.

   —Yo también estaba turbada. No sabía cómo dirigirme a quien le debo tanto. Es curioso, has limpiado mi nombre, has resuelto el caso de Laurita, y Betancourt sólo le ha dado una serenata a Juana.

   —Una vez, hace tiempo, diste una opinión poco favorable de las serenatas, ¿sigue siendo su opinión la misma?

   —Nunca he deseado una serenata o que memdediquen tantas atenciones, pero creo que cuando estás enamorado comienzas a desear ciertas cosas. Yo no lo pido nada a usted porque ya hizo mucho. También se me olvidaba que también nos tenías protegidos para que no saquearan Laureles.

   —¿Y eso a usted quién se lo contó?

   —Pues mi amigo Macario, quién más. Nunca lo hubiera pensado de ti, que si no te hablé cuando fuimos al río, no me hubieras hablado.

   —La verdad, Elíza, hice lo que estaba en mis manos para protegerla. Disculpe por no haberle hablado cuando llegué, pero como dice la señora de Benítez, me pongo todo tarugo cuando miro sus ojos negros.

   —Pero la que le dio el empujoncito final fue su tía, la señora Catalina de Báez. Y como fue gracias a ella que hemos podido lograr nuestra unión, debería escribirle una carta haciéndole saber lo que ha provocado.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora