VIII. El apache

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En la tarde las hermanas Betancourt y la señorita Elíza se reunieron con los varones para cenar. Elíza seguía preocupada por su hermana, lo que no le permitía cruzar más de una oración a las anfitrionas. Ellas no dejaban a la invitada en paz, con tantas preguntas que le hacían apenas la dejaron cenar, pero algo estaba claro en ese momento: Juana estaba empeorando. La cena estaba teniendo un transcurso regular hasta que un criado dejó entrar a una anciana que Elíza reconoció al instante: Pancha; la curandera del pueblo, a la que la señora de Benítez le tenía confíanza, pues según ella; era la única persona que sabía aliviar sus nervios. Pancha sanaba de manera más espirítual que física, pero no quería decir que no se supiera algún remedio para los distintos malestares.

   La reacción de las hermanas de Betancourt no pudo ser más grosera y desconsiderada, riéndose en la cara de Pancha y en la de Elíza.

   — Le agradezco que haya venido, Panchita — dijo Elíza.

   — Mijita, ¿'Ón 'tá tu hermana?

   Todos, incapaces de negarles la visita a la anciana, que deducía Elíza, debió caminar un buen tramo de distancia, la dejaron pasar y que atendiera a Juana a su manera. Las carcajadas de la señorita Betancourt eran escandálosas y no dejaba de decir la palabra «charlatana»,pero no cumplían su propósito que era el de incómodar a Elíza, ésta mostraba su rostro sereno, no tenía por qué avegonzarse de la señora que la había sanado tantas veces. Incluso llegó a pensar que tal vez alguno de los que estaban presentes también había sido atendido por un curandero, por lo menos una vez.

   Después de la cena, Elíza no quería subir porque aún estaba Pancha y ya sabía lo mucho que le disgustaba ser interrumpida. Cuando comenzó a aburrir el tema de la curandera, las dos anfitrionas empezaron a decir lo terrible que era la gripe, especialmente en un clima tan caluroso. Ella las oía a medias, ni siquiera se tomaba la molestia de asentir porque podía estar segura de que las dos hermanas se hablaban a ellas mismas y que a ella la excluían. Realmente, la única persona que se interesaba por Elíza de un modo bondadoso era el señor Betancourt. Su preocupación por Juana era casi tan notoria como la de Elíza, y se preguntaba qué tanto estaría haciendo la anciana en su habitación.

   De vez en cuando los dos hablaban, pero su conversación no era tan fingida como el intento de conversar de la señorita Betancourt con el implacable señor Dávila. El señor Higuera se estaba tomando una taza de café y un pan porque la cena no lo había llenado por completo, cabe decir que él jamás se sentía lleno, entre sus vicios se encontraba el de comer sin moderación, además de los juegos donde hubiera dinero de por medio, y la bebida. Su única comunicación con Elíza, siendo él tan amante de la comida, fue despreciarla por opinar que las comidas no eran comidas si no las acompañabas con un poco de «maiz», ya fueran tostadas o tortillas.

   Una vez terminada la visita de Pancha, Elíza prácticamente huyó de la sala y se refugió en la habitación de su hermana enferma, lo que dió inicio a las quejas inconstantes de dos mujeres inconstantes, pero antes de que ambas iniciaran, Pancha les dijo:

   — Es difícil trabajar teniendo tan mala energía, dejen de ser tan envidiosas, muchachas — y se fue. A Elíza le habría encantado presenciarlo, lamentablemente no le tocó estar allí y los que estaban allí se lo guardaron.

   — Carlos — dijo la señorita Betancourt a su hermano —, te doy la enhorabuena.

   — ¿Por qué?

   — Has conseguido mudarte al pueblo más ignorante del estado. Pero, no te sientas mal, es divertido, en Nueva York no hay curanderas tan cómicas, así como tampoco hay señoritas que caminen tanta distancia después de un largo día de lluvia. Trincheras tiene el mejor espectáculo de salvajes, y, ciertamente, jamás se domarán porque son más necios que los apaches. Y no es una predicción sin argumentos, porque en nuestro techo hay un apache necio, orgulloso que no colabora para poner ambiente, sólo se sienta con la mirada meláncolica como si quisiera que le tiraramos rosas por la absurdez que cometió en la mañana.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora