XXIX. La dama

291 39 58
                                    

El señor Carrillo estaba que no cabía de gozo, pues aquella cena era un momento que esperó impacientemente. El imaginarse a él mismo, explicando detalladamente los lujos de Rosales e historias sobre la dueña de la finca. «Tal vez —pensó—, y cuando Elíza conozca Rosales, se arrepienta de haberme dejado ir... Y que de paso se le bajen los humos de arrogancia que la caracterizan».

   —La condescendencia de mi benefactora es extraordinaria —decía—, por lo que no me extraña seamos invitados a pasar la velada con ella el domingo. No me canso de reconocer su amabilidad, y en cómo es de amable con personas de muy distinta posición económica, me atrevería a decir que no merecemos su trato, pero sus virtudes son imperdibles de analizar. Muchos la juzgan por manejar áreas correspondientes a los hombres, pero si no lo hiciera tan bien, no tendría tantos enemigos ignorantes, y digo ignorantes porque no saben que los verdaderos encargados de sus negocios son sus sobrinos.

   Don Guillermo se había ofendido cuando el señor Carrillo lo incluyó en la descripción de «personas de muy distinta posición económica». Pero la curiosidad por saber más de aquella mujer a quien estaba dispuesto a admirar para escalar socialmente, lo hizo decir cumplidos en vez de palabras que demostraran su indignación:

   —Las envidias se dan incluso en la clase alta —dijo don Guillermo, queriéndose hacer pasar por conocedor—. Y es de esperar que estos débiles de cáracter ataquen a la señora Catalina por todos sus logros, a pesar de que detrás de ella hay ejércitos de hombres que la orientan. ¡Pero, al fin y al cabo, maneja esta industria porque no tiene opción! Su riqueza no depende de sus negocios.

    En aquellos días no se hablaba de otra cosa. Don Guillermo no tenía problema en escuchar el número de criados, los lujos y los increíbles festines que formaban parte de las comidas corrientes de las que la señora Catalina se hastiaba rápido y cambiaba el menú constantemente. Las demás no tenían más opción que escuchar, sintiéndose abrumadas por tanta descripción.

   Era normal que aquellas descripciones despertaran presión en los invitados, ya que ese era el propósito del señor Carrillo, porque imaginaba con deleite el momento en que Elíza se caería de la nube al mirar una realidad muy distinta de la suya. Así que no era de extrañar que todo lo que decía sobre su benefactora, siempre lo hiciera con voz fuerte para ser oído por Elíza. Incluso, cuando Elíza estaba aterrorizada y no decidía qué ponerse, ella salió para preguntarle a Carlotta si el atuendo le parecía bien, iba camino al granero, cuando su amiga le aprobó su vestido sencillo blanco de algodón y su rebozo amarillo de satín que le había regalado la señora Pérez, regresó al interior de la casa, y Elíza se dio cuenta que el señor Carrillo había escuchado todo, y él le dijo:

   —No debe preocuparse por sus humildes ropajes, amiga mía, no tiene sentido martirizarse a no ser que usted misma quiera humillarse. La elegancia y porte de la señora Catalina de Báez y su hija es algo que usted no ha visto y que, peor aún, no tiene ni tendrá. Acabo de escuchar que ha tomado prestado ciertas prendas de mi esposa —miró su abdomen, pues había tomado un corsé—, pero, yo le aconsejaría que no intente imitar siquiera a los de mediana clase, lo mejor es que represente dignamente a los... suyos. La señora Catalina es de temperamento sereno, pero sin duda se llevaría un disgusto si se entera que una rebelde se niega a guardar las distancias con alguien de categoría superior.

   Elíza le miró sobresaltada, en cambio él no parecía haber dicho cosas tan hirientes. Con la vista nublada por las lágrimas, Elíza se regresó a su habitación, pero no tardó ni dos minutos en tranquilizarse porque ella no le tenía miedo al disgusto de la señora Catalina de Báez, mucho menos le iba a tener miedo al señor Carrillo. Se dejó el corsé, para demostrar que si ella quería, podía hacer cuanto quisiera de otras clases, porque los límites se los ponía uno. En menos de un minuto, el señor Carrillo tocó la puerta, y Elíza al abrirla notó que tenía una mirada triunfante, luego le dijo:

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora