IV. La luna

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Juana y Elíza compartían la misma habitación desde que eran niñas, y era una costumbre que las dos hermanas antes de dormir compartieran sus opiniones sobre cómo estuvo su día. En esta ocasión, la única voz que se escuchaba era la de Juana, porque no podía dejar de expresar lo maravillada que se sintió en toda la velada, aunque tampoco gritaba para no ser escuchada por su madre, quien era experta en ver y oír a través de las paredes.

   — Es como los hombres tienen que ser — dijo —: alegre, respetuoso, social, ¡Y tiene unos modales que no son sobreactuados! Es como si hubiera nacido con esas maneras.

   — Nosotras también tendríamos esos modales si hubiéramos estudiado en Nueva York — señaló Elíza —. Obviamente, el señor Betancourt aún tiene un aprecio por su patria, dejó su vida hecha en Estados Unidos para regresar a su país, pero todavía no le perdono que su familia y él hayan abandonado el país cuando más se les necesitaba. Claro que él era muy joven entonces. No me mires así, Juana, lo importante es que volvió a su tierra y es muy guapo. Concuerdo contigo, es como todos los hombres deberían ser.

   — Jamás olvidaré cuando me dijo que si por él fuera, bailaría conmigo toda la noche... No esperaba que me confesara eso.

   — ¿De veras? Yo no me hubiera esperado algo así, pero, ¿tú? Juana, eres la más bella de todas, eres el doble de hermosa que nosotras, y no porque seas la única güera del pueblo, sino porque tu corazón es muy puro e inocente. Nunca piensas mal de ninguna persona. Te doy permiso para que te guste, te han gustado otros más feos y simples.

   — ¡Elíza!

   — Era de esperar que le encantaras, tu cabello se veía brillante con los rayos de la luna llena. Hasta el cielo se pone de tu lado, Juana, nunca había visto una luna tan grandota como la de este baile, bien dicen, la luna es el farol de los enamorados. Pero, dime, ¿qué piensas de sus... hermanas?

   — Si quieres hacerme decir algo malo sobre ellas, te advierto que no podrás. También son muy bonitas, más con todas esas joyas y ropa elegante, me cayeron bien y yo les caí bien a ellas.

   — Juana, les caíste bien porque eras la única que vestía de una manera más parecida a la suya, sí que se esforzó mamá en hacer que nos viéramos diferentes a los demás. Pero dílo, dí que son tan orgullosas como el señor Dávila, que nos miraban con ojos desdeñosos, por lo menos a mí, que no dejaban de verme los huaraches de punta.

   — Las estás juzgando muy a la ligera, ponte en su lugar, tienen años de no mirar a personas como nosotras. Son simpáticas a su modo, ya lo verás, la señorita Betancourt se quedará en Trincheras con su hermano, ella será la que administrará los gastos de la hacienda, y no podrá ser más encantadora.

   Elíza la escuchaba sin decir nada, no quería discutir sobre eso porque ella sabía que las dos hermanas del señor Betancourt dieron mucho que desear en cuanto a principios y humildad. En serio intentó ponerse en su lugar, y no las hubiera tomado por orgullosas si la reacción de su hermano hubiera sido igual a la de los otros invitados. Afortunadamente, ella era más meticulosa que su hermana y sabía diferenciar cuándo uno es orgulloso y otro tímido. Terminó concluyendo que, en efecto, las dos hermanas eran bondadosas cuando querían y con quien querían, pero eso no les restaba su orgullo y engreímento.

   La familia Betancourt, no siempre fue rica, se convirtieron en adinerados gracias a la exigente venta del carbón cuando existieron las primeras locomotoras en México. A partir de ese humilde inicio, la familia Betancourt logró hacerse adinerada al punto de no tener que trabajar porque su compañía de venta de carbón se convirtió en la más popular. Desgraciadamente, cuando estalló la Revolución Mexicana y la clase baja a protestar, el padre del señor Betancourt creyó que lo mejor sería tomar una pequeña suma de su dinero y trasladarse a otro lugar mejor, tres años atrás. Aunque se piense que el padre del señor Betancourt fue feliz viviendo sus últimos años en Nueva York, lo cierto es que no fue así, él siempre deseó regresar a su Sonora bravía y se arrepintió de haber tomado la decisión de irse, y no tuvo más opción que vivir allí hasta el día de su muerte, pero nunca dejó de añorar a su tierra y de rogarle a su esposa e hijos que se regresaran, porque quería volver a vivir en un pueblito mexicano. Cuando falleció, su hijo no tardó en darse cuenta que su lugar, por más que le gustara, no era Estados Unidos, y que también extrañaba las riquezas de su tierra. Logró convencer a sus hermanas y a su mejor amigo que también conoció en Nueva York, pero sus hermanas aceptaron vacacionar, mas no instalarse, con excepción de una. Con el dinero de su herencia logró comprarse una hacienda en la ciudad de Magdalena para sus hermanas, y para él, la hacienda Nogueras.

   El señor Dávila y él tuvieron muy buena conexión desde que se conocieron en Nueva York, porque ambos provenían y habían pisado el suelo sonorense, aunque el señor Dávila había nacido en el sur del estado y su amigo en el norte. Para muchos era una amistad muy rara debido a la diferencia de temperamentos y tenían razón. Hasta ahora, sus comportamientos nunca han cambiado, sin embargo, cuando el señor Betancourt escuchaba a su amigo decir que la señorita Benítez era muy hermosa (aunque sonreía demasiado) y a sus hermanas decir que era una señorita muy agradable, no pudo evitar comenzar a sentir algo por aquel ángel y pensar demasiado en ella.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora