XXXVI. La rana

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A pesar de la forma tan creativa en la que encontró la carta, Eliza no esperaba una segunda propuesta, pero aún así no habría predecido el contenido de la carta y por por esta razón leyó el escrito más rápido que la vez que se dio un atracón de conchas el día de muertos y terminó aborreciendolas por casi diez años. Ni hablar de las emociones que sintió al leerla, pues llegó al grado d en comprender a su madre cuando le daba el soponcio con las noticias inesperadas.

   Sobre la acusación de Juana, llegó a la conclusión de que, en vez de que el señor Dávila reconociera humildemente que se equivocó, siguiera luchando para convencerla incluso a ella de que Juana no dio nunca ninguna señal de afecto al señor Betancourt. Pensar en ese párrafo de la carta la amargaba, de solo pensar en lo que sufría su hermana, porque ya eran bastantes los problemas con los saqueadores de la revuelta para encima tener la preocupación de si se es correspondido sentimentalemente o no.

   En cuanto Jorge... no podía evitar pensar en él sin sentirse avergonzada porque ¡Él era el tipo de gente que ella odiaba a lo que le seguía de odio jarocho! Era el tipo que quería vivir de los demás sin dar nada a cambio, o como ella los llamaba: 《los hombres rana》que después de ver que su plan de ser mantenido no le funcionaba, saltaba a otra parte en donde había puesto la mira, y era triste que alguien inteligente no aprovechara sus oportunidades para ser alguien en la vida. No le funcionó con el padre del señor Dávila, entonces saltó al hijo, con quien tampoco funcionó 《brincos diera que el señor Davila hubiera aceptado mantenerlo de en balde》pensó cuando por fin aceptó que lo que decía la carta era cierto. Después, la rana brincó hacia la señorita Graciela, prometiendo volverse un príncipe si lo aceptaba como amante. Lo mismo con la señorita Murrieta, 《¿En dónde será su próximo salto?》preguntó mientras caminaba y releía la carta.

   Recordó la conversación que tuvo con Jorge en la casa de su tía. Lo recordaba tal como si hubiera sucedido ayer, como si ayer hubiera visto las expresiones de Jorge al contarle sus infortunios, que ahora que sabía que todo era falso se preguntó: 《¿Y mí qué me importaban su historia si el señor Dávila me daba lo mismo? Y aún así me lo contó, sin un ápice vergüenza 》.

   Y así siguió su mente por minutos y minutos, dándole más vuelta al asunto que los niños a los trompos, pensando en sus días en el cuartel, en lo fácil que podías morir, y que Jorge no pensó en nada de eso cuando invitó a la delicada Graciela a ser su soldadera. ¡Lo único que dejaba a medio pensar y evitaba terminar de decir mentalmente era que el señor Dávila ya no parecía la peor persona del mundo, igual que los días cuando todavía no sospechaba que él era el causante de la desdicha de Juana!

   Algo remarcable entre tantos pensamientos que tuvo fue la impresión que su familia daba a desconocidos. Ella ya había aprendido a no sentir vergüenza de su madre, que tal fuera muy habladora y andariega, pero que sin duda tenía virtudes que equilibraban su persona, al igual que sus hermanas, incluso su padre sabía esto, pues no toleraba que alguien más que no fuera él hiciera comentarios sobre la ignorancia de la señora Benítez, pues él los hacía para vacilarla, mientras que terceras personas lo usaban para herirla, como si ella hubiera elegido no ir a la escuela. De Cata y Laura no decía nada, porque esas de a tiro, ni prometiéndoles dulces se aprendían las vocales por las buenas.

   Fueron horas las que pasó caminando y reflexionando. Al último regresó con los Carrillo, quienes le contaron que el señor Dávila y el coronel Fernández se habían marchado de Arizpe, pero ni esta noticia logró que dejara de pensar en la carta del señor Dávila.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora