V. La botella

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El rancho de los Benítez estaba úbicado al pie del cerro Trincheras, pero la amiga más íntima de Elíza: Carlotta López, vivía en el centro del pueblo.

   Don Guillermo López se dedicó al comercio por muchos años, haciéndolo ganar una suma considerable de dinero, hasta que su carisma lo convirtió en el comisario de Trincheras y años atrás había conocido a Porfirio Díaz. Según palabras de la señora de Benítez, semejante "honor" había hecho que Don Guillermo se pavoneara porque en el primer momento que pudo abandonó el comercio y comenzó a ejercer la política con gran orgullo. Al convertirse en un político medianamente conocido en la región, se mudó de su casa cercana al cerro para mudarse al centro en una casa que no tardaron en nombrar: Casa López, cuya casa era muy cercana a la comisaría del pueblo. Aún después de todos estos cambios, las habladurías no eran tan ciertas, si bien era verdad que Don Guillermo se enorgullecía de su posición, no lo demostraba y su actividad predilecta era ayudar al prójimo cuando necesitaba ayuda financiera. Era amigo de todo el pueblo y el pueblo le devolvía su afecto.

   La señora de López tenía un corazón tan grande como el de su marido, pero le faltaban ganas de aprenderse los chismes del pueblo como para ser una señora de interés para la señora de Benítez. Los López tenían seis hijos. La primera, la señorita Carlotta López, era una mujer de veintisiete años, muy madura y justa, y eso la convertía en la amiga más especial de Elíza.

   La señorita Carlotta tenía costumbre de visitar a las hermanas Benítez al día siguiente de los bailes, para discutir todo lo ocurrido. Y esta vez no fue la excepción, ella y su hermano menor salieron temprano de Casa López y llegaron en el momento que Elíza y María cortaban mangos verdes porque era muy cómun que ambas vendieran frutas o verduras para pagar los libros que Don Guillermo les traía de la ciudad. Cuando la señora de Benítez miró a la amiga de su hija, salió en el instante para presumirle la hazaña de su hija Juana con el señor Betancourt, se puso en la sombra del árbol, a Elíza le extrañó y dejó su canasta colgada en una rama pero María no suspendió su actividad porque su rutina era muy exacta y no la rompería por un simple baile.

   — Ah, Carlotta condenada, te fue bien en el baile — dijo la señora de Benítez —. Fuistes la primera en bailar con el señor Betancourt.

   — Pero le gustó más Juana — replicó Carlotta mientras cortaba un mango para su hermano.

   — ¡Ah, sí! Se me olvidaba que Juana bailó casi todas las canciones con él... mira que yo no presto atención en esas cosas — fingió desinterés —, por cierto, ¿oíste lo que dijo Roberto?

   — ¿Se refiere a las preguntas? Olvidé decirte, Elíza, Roberto le preguntó al señor Betancourt qué le parecía el ambiente de los invitados y si las muchachas le parecían bonitas, él respondió muy rápido que sí y que Juana era para él la más bonita de todas.

   — ¡Jesú' Cristo de Nazareno! — exclamó Elíza — A papá no le gustan los hombres que fanfarronean sobre nosotras, eso no está bien, tiene que ser un poco más modesto.

   — No exageres, Elíza — dijo Carlotta —. Al que le hizo falta modestia a la hora de hacer comentarios fue al señor Dávila, mira que para andarte desairando en público, pobre Elízita, ¡Que te haya dicho que eres tolerable!

   — No aguanto que a Elíza le recuerden eso, sí-cierto que no es la más chula, ni siquiera de sus hermanas, pero ese señor Dávila me cae gordo, mi Elíza no merecía bailar con él de todas formas. La señora de Lozano me chismeó que no dejaba de verla feo cuando estaba a un lado de ella.

   Elíza estuvo a punto de negar el asunto de la señora de Lozano, pero se dio cuenta que sería inútil sacar a su mamá de esa idea.

   — Pues, según palabras que la señorita Betancourt dijo a Juana, el señor Dávila es muy social y agradable entre las personas de su círculo y nivel social. Que, hasta es gracioso — dijo Elíza.

   — Mentiras — vociferó la señora de Benítez —, entonces hubiera hablado con la señora de Lozano. Si naiden quiere a ese rico aquí, que se largue pa' su hacienda Páramo o que se regrese pa' su Nueva Yor.

   — Nueva York, mamá — corrigió Elíza.

   — La verdad — dijo Carlotta —, es lo de menos con quién habla o no, se le puede perdonar porque decir que es el doble de rico que el señor Betancourt es muy poco. Hasta es un honor que haya venido. Él es de esos hombres que no son orgullosos porque sí, sino que tienen su razón. Imagínese tener una hacienda en Magdalena de Kino, y la hacienda más grande de Álamos, sin contar sus casas normales, también ha de tener una en el extranjero y tener tierras por todas partes, de buenas no se las han quitado, no sé ustedes, pero yo le perdono su orgullo.

   — Yo también se lo perdonaría, si no se hubiera metido con el mío.

   — Pero, verás — dijo su madre —. Ese señor Dávila va a saber lo que es amar a Dios en tierra de indio. Ojalá cuando quiera bailar contigo, tú le digas que no en su jeta.

   — Por supuesto que no bailaré nunca con él, ni por todo el dinero del mundo.

   — Hasta ha de ser dinero sucio, hija, no hay que confíar nunca en alguien que fue porfirista.

   — Señora de Benítez, el señor Dávila, por lo que he oído hablar, tiene una fortuna que es muy antigua, lo que aumenta más su orgullo — añadió Carlotta.

   — El orgullo — comenzó a filosofar María — es, a mi buen juicio meticuloso, un defecto del que no se libra ninguna clase social, se necesita adquirir conocimiento y saber utilizarlo para eliminar ese defecto de raíz. Muchos filosófos han dicho que entre menos amistades sinceras tengas, más orgullo hay en ti, aún más si te distraen fácilmente las cosas terrenales como el dinero. Con esta última observación, se me viene a la mente las palabras del rey Netzahualcóyotl:

«Amo el canto del zenzontle,
pájaro de cuatrocientas voces.
Amo el color del jade
y el enervante perfume de las flores,
pero más amo a mi hermano el hombre».

— Si yo fuera tan rico como el señor Dávila — dijo el hermano de Carlotta, que estaba trepado en el árbol —, no sería orgulloso. Me compraría todos los gallos de peleas en el mundo, y también una botella pa' beber.

   — Pos, yo no te dejaría tomar — dijo la señora de Benítez —, porque todavía eres un buqui, que botella ni qué nada.

   El niño acusó a la señora de Benítez con su hermana, y todas ríeron, menos él, hasta que miró suelto a un gallo del rancho y se bajó del árbol para perseguirlo, olvidándosele la idea de la botella.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora