XXII. El camarón

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Los López invitaron a los Benítez a comer para celebrar la labor de Elíza para con el pueblo vecino. Cuando Don Guillermo comenzó a alabar las cualidades de Elíza como coronela, el señor Carrillo se puso a platicar con Carlotta. En cuanto pudo, Elíza le agradeció a su amiga el tener la paciencia para tratar al señor Carrillo.

   — Tú haces que no esté de corajudo — dijo —. Hallase visto, puedo aguantar dos batallones pero no a este administrador tiliqui.

   Carlotta sonrió nerviosamente y aseguró que se entretenía escuchando lo que el señor Carrillo tenía que decir. Pero, la verdad es que sus intenciones iban más allá: quería que el señor Carrillo se fijara en ella y no volviera a intentar declárarsele a Elíza, quien, según ella, muy malamente rechazó a alguien tan bien posicionado. Su plan marchaba mejor que los planes villistas, porque cuando se despidieron, el señor Carrillo tenía cara de no querer abandonar la Casa López. En la despedida, Carlotta se aventuró a pregunta si los visitaría antes de marcharse de Trincheras, a lo que él respondió que lo haría encantado, pero que no le dijera a nadie. Carlotta se ilusionó bastante esperando la visita que él pretendía ocultar, aunque ella no fuera lo que se dijera romántica, imaginó que tal vez el señor Carrillo llegaría con flores y se arrodillaría frente a ella, pero lo que desconocía, eran el estilo de las proposiciones del señor Carrillo, que eran... absurdas.

   A la mañana siguiente, la señora de Benítez intentaba retener al señor Carrillo para que no saliera, pues su instinto materno le decía que nada bueno iba a ocurrir si lo dejaba salir. Pero él, se encargó de esconder la leña atrás de la casa, dijo que no había leña para el desayuno, por lo que se ofreció a ir por más. Tomó el machete, se encaminó un poco por el monte, y no regresó, sino que se fue corriendo a Casa López, rezando para no ser visto por ninguno de los Benítez, que ya empezaban a caerle mal. Cuando llegó a Casa López, todo sudoroso y descuidado, los vecinos se asustaron creyendo que era un vago del batallón, así que para defender a los López, le empezaron a arrojar piedras para que se marchara. Cuanto más quería acercarse a Casa López, más piedras le tiraban. Uno de sus gritos llegó a oídos de Carlotta, que pidió que detuvieran su alboroto, pues lo último que quería era tener un esposo afectado por las pedradas.

   El señor Carrillo podía asegurar que tenía a Carlotta asegurada, pero con la propuesta de Elíza, había perdido un poco la confianza en él mismo. Sin soportar la pena ajena que le inspiraba el señor Carrillo, Carlotta lo hizo pasar y lo atendió acogedoramente, ansiosa por que hablara de una vez.

   A pesar del desastroso inicio, se expresó muy bien, diciendo que solamente podía ser feliz con ella, ella aceptó el compromiso sin problemas. Él estaba apresurado por fijar la fecha, pero ella, al no estar tan feliz con la decisión que había tomado, respondió indiferentemente. Lentamente, mientras él hablaba con gran emoción, Carlotta sentía arrepentimiento, pero no había más opción: Don Guillermo cada día ganaba menos dinero por la Revolución y ella necesitaba asegurarse un hogar ante aquella situación. Se consolaba diciendo que, era probable que muchas mujeres a lo largo y ancho del país también estaban aceptando propuestas de hombres simples para asegurarse una mejor calidad de vida. Lo lamentó por Elíza, que se había perdido la oportunidad que ahora ella tenía, pero al mismo tiempo la envidiaba levemente, por atreverse a negarse, siendo que era mucho más pobre que ella.

   Don Guillermo y la señora de López dieron el consentimiento al cortejamiento. La situación del señor Carrillo era una — única — razón por la que se convertía en un excelente pretendiente para su hija, quien apenas sabía hacer quehaceres después de haber crecido con criados. La señora de López lo felicitaba por su elección, pues su hija Carlotta era la mejor acomodada de Trincheras, y comenzó a calcular cuánto tiempo faltaría para la muerte del señor Benítez, pues veía potencial en esas tierras para recuperar un poco de la fortuna que habían tenido antes. Don Guillermo se asombró por las maquinaciones de su esposa, aunque ellos nunca pensaron en relacionarse con el asunto del rancho Laureles. Los hermanos de Carlotta no hicieron nada más que no fuera alegrarse, porque imaginaban que habría todo tipo de dulces en la boda. En cuanto a la novia, se repetía una y otra vez que todo era para su bienestar, porque camarón que se duerme se lo lleva la corriente, no importa cuánto reflexionaba sobre su compromiso, la frase venía a su mente para tranquilizarla, ¿no era eso lo que quería; casarse con alguien pudiente que no pusiera reparos ni en su edad ni repentina crisis financiera en su familia? No había que cerrarse los ojos, el señor Carrillo no era inteligente, dudaba de cómo consiguió graduarse, tampoco era muy sensato, y lo peor no eran sus charlas incesantes; lo peor era que ella sabía que no la amaba ni de broma. Pero ella no podía poner objeciones, su economía cada vez peor, su falta de belleza no la dejaban atrás, era de admirarse que lograra contraer matrimonio a los veintisiete años, aunque si por ella hubiera sido, no se hubiera casado nunca, el tema de los hombres y el matrimonio no eran de su interés, le hubiera gustado permanecer soltera. Pero ahora el señor Carrillo sería su esposo y no había nada qué hacer. Otro de sus pesares y vergüenza asegurads, sería darle la noticia a su mejor amiga Elíza Benítez, cuya amistad valoraba más que su futuro matrimonio, y no soportaría que su amiga la criticara y mostrara su desacuerdo, Carlotta no tenía espacio para rechazar lo que ya había aceptado, pero le dolería si su amiga la censuraba.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora