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Levi había pasado una noche de mierda. Nunca se había considerado así mismo una persona quisquillosa, pero durante el transcurso de la madrugada notó que nada le venía bien. Se sentía incómodo, vacío y descontento.

Había intentado de todo para poder conciliar el sueño. Quiso continuar con la lectura de su libro, pero no pudo concentrarse y terminó abandonándolo a unas pocas hojas del final. Acomodó la habitación, ordenó un par de papeles sin importancia que guardó dentro de un compartimiento de su escritorio, y apiló otros tantos por nombre y fecha para llevarlos a Stohess.

Sin embargo, el problema principal surgió cuando se acostó en su cama para descansar. El aroma de Hange inundaba el edredón como si estuviera en el interior de un frasco de perfume. El soldado no recordaba haber percibido una fragancia distintiva en ella, pero las sábanas, la almohada y el colchón tenían impregnado su aroma. Le molestaba reconocer su olor. Se sentía como el imbécil de Mike olfateando las sabanas en donde minutos atrás había estado envuelto el cuerpo escuálido de su compañera. Así que decidió zanjar el problema de cuajo: las hizo un revoltijo y las alejó de él.

El capitán era consciente de que su relación con Hange estaba virando hacia un terreno desconocido para él. Debía alejarse de ella a como dé lugar. Aunque sabía que probablemente huir de Hange era tan fehaciente como que los civiles recuperaran la Muralla María. Estaba atrapado e irónicamente tenía miedo. Pero... ¿De qué? ¿A qué le temía? ¿De qué estaba huyendo?

Levi siempre había sido un hombre temerario y osado, con una predisposición inefable para resolver conflictos. Prefería poner el pecho ante los problemas que escapar como un cobarde. Kenny lo había criado de ese modo. "Si no eres el cazador, muchacho, vivirás siendo la presa" , le dijo una vez mientras enarbolaba un cuchillo por el mango y degollaba a un miembro de la Policía Interior.

Para aquel entonces, no lo entendía. Pero, con el correr del tiempo, Levi supo que el viejo loco y decrépito que lo sacó del burdel tenía razón. Sin embargo, lo que sucedía con Hange era distinto. No se trataba de defender su vida sino de velar por su propia intimidad.

A decir verdad, el capitán nunca había tenido dificultades para controlar sus emociones. No era alguien muy sensible que digamos. Pero debía reconocer que desde que había ingresado al Cuerpo de Exploración y Farlan e Isabel murieron, su corazón se había vuelto tan frágil como la porcelana.

Dos horas pasaron cuando los primeros rayos del alba inundaron de golpe la habitación. El silbido de los pájaros se colaba desde las aberturas de la ventana y la humedad empañaba el vidrio por la diferencia de temperatura.

Los visillos estaban abiertos y el invierno mostraba los primeros indicios de su crudeza. La escarcha había empezado a averiar los canales de las casas contiguas, a entumecer el empedrado y las copas desnudas de los árboles. Las flores dispuestas a lo largo de la calle estaban perdiendo la viveza de sus colores. Había pétalos marchitos por el frío y agua estancada en las cloacas. No se hallaba nadie en los arrabales a excepción de un niño pequeño que andaba descalzo y vestido con harapos.

El niño hurgaba en el interior de un cesto de basura. El capitán lo observó con curiosidad desde su ventana. En una fracción de segundos, se vio a él mismo, unos años atrás, revolviendo la basura en busca de algo que pudiera saciar su apetito.

Cerró y abrió los ojos para apartar el espejismo justo cuando el pequeño encontraba un hueso de pollo y lo carcomía con los dientes. La tristeza que le sobrevino al ver la cara de humillación por parte del niño lo obligó a cerrar los visillos.

El capitán sabía más que nadie lo que era pasar frío y hambre. En cierto sentido le daba pena las personas inocentes que habían dado su vida en la expedición, pero los niños eran potenciales soldados para defender a la humanidad de los titanes. La Corona no podía darse el lujo de dejarlos morir. Debían otorgarles un futuro, aunque ese futuro sea cruento y oscuro.

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