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— ¡Menuda casona! —comentó Zenda, dejándose caer sobre una silla.— Parece un puterío.

Desde su posición, el capitán observaba al líder de los rebeldes subir los pies a la mesa mientras jugaba a lanzar su bastón de una mano a la otra. Levi se esforzaba por mostrarse lo más indiferente y taciturno posible ante la presencia de Zenda, pero en realidad estaba analizando y guardando cada detalle en su cabeza.

Zenda era consciente de que Levi estaba estudiando sus puntos débiles, por eso actuaba como un niño pequeño al que acababan de castigar.

Pero Zenda no era un niño.

Su comportamiento desenfadado y casquivano hablaba de juventud, pero no de inocencia. Zenda rondaba los veinte años y llevaba en la piel los vestigios de una vida mucho más larga. Tres cicatrices argentadas y paralelas surcaban su cara de manera vertical desde el costado de una de sus cejas hasta la otra mejilla. Se asemejaban al zarpazo de un gato, aunque mucho más profundo y mortal. Reconocía la textura y la forma del objeto incisivo que había provocado la herida. Se trataba de una manopla de puño con púas, armada con el metal descartado de las cañerías rotas por algunos de sus colegas. Otros, con menos suerte, improvisaban con alambres.

Por un instante, la imagen de Zenda bañado en sangre, retorciéndose en alaridos de dolor, regocijó el pecho del capitán. Levi forzó su deseo de lastimarlo a simplemente ser un mero espectador de sus aspavientos. Era extraño para él que el enemigo estuviera tan cerca y no pudiera acabar con él, pero el plan de Erwin era claro. Si la Legión quería ganar la batalla, debía ceder.

Nunca hubiera creído que Erwin cedería. De hecho, todavía le costaba creerlo. Pero los verdaderos líderes saben cuándo y cómo emplear todas sus herramientas para ganar. Se preguntaba si Zenda había barajado todas sus opciones y accedió realmente convencido de que Erwin lo ayudaría. O si había algo más.

Levi no se fiaba de él.

—De hecho, lo es — contestó con frialdad. — Es un burdel.

Zenda reprimió una carcajada cavernosa.

—Por supuesto — dijo.— Con razón me ha dado mal rollo. Bueno, ¿cuándo empiezan a atosigarme con preguntas?

Los dos jóvenes esperaban en la sala donde Levi se había reunido con Erwin y el resto del equipo antes de la emboscada. El capitán se encontraba apoyado contra la entrada, obstaculizando cualquier posibilidad de escape para Zenda. Del otro lado de la puerta, estaba Mike y más allá de él, reinaba el caos. 

Había un gran entramado de sonidos. Se escuchaban los pasos precipitados de los soldados auxiliando a sus compañeros heridos, el batiburrillo metálico de los instrumentos quirúrgicos y los gritos de angustia y dolor en los pisos superiores y colindantes. Levi diferenciaba fácilmente un grito del otro. La angustia era desgarradora. Se oía como si la garganta estuviera seca y perdiera voz y fuerza poco a poco. En cambio, el dolor era llano, constante y agudo, penetraba en los oídos y te erizaba la piel. Y en el refugio premiaba el dolor.

—Cuando terminen de atender a los heridos que tú y tu gente han provocado —le respondió Levi a Zenda.

El chico lanzó el bastón a sus espaldas, el cual rodó por el suelo. Zenda se llevó una mano al pecho, fingiendo estar afectado por la información.

—¡Oh! ¡Cierto! — exclamó —. De seguro alguno morirá. Aunque supongo que ustedes están acostumbrados a ver gente morir con todo el temita de los titanes, ¿verdad?

Levi siseó entre dientes. Zenda hablaba como si él no fuera responsable de los acontecimientos.

— No —fue la única respuesta del capitán.

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