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Fue un baño de sangre.

Como si el tiempo se hubiera ralentizado en ese mismo instante, cada momento se volvió abrumadoramente intenso. Los oídos de Levi zumbaban, mientras observaba cómo las gotas de sangre caían lentamente desde el filo de su cuchilla al suelo polvoriento.

La muerte se extendía a su alrededor, y la verdad, esa que siempre había estado velada ante sus ojos, enterrada bajo innumerables engaños, finalmente se reveló.

Al fin...

Cuatro horas antes de la masacre, Zenda se comportaba como un verdadero imbécil. Levi y Mike, acostumbrados a su humor ácido y tiránico desde el comienzo de los acontecimientos, no se sorprendían en absoluto.

Ambos hombres estaban detrás de Zenda, con caras largas y deseos de darle un puntazo en la coronilla si no cerraba la boca y obedecía las órdenes del comandante Erwin.

—De ninguna manera —protestó Zenda, recostándose en la silla—. No iré. ¿Quién me asegura que no es una trampa para deshacerse de mí? ¿Piensan que me he olvidado de esos dos viejos de mierda?

Levi sabía perfectamente a quiénes se refería Zenda.

—Darius y Pixis están tratando el tema de los titanes en la Muralla Rose —respondió Erwin con su habitual templanza. Hasta ese momento, había permanecido estoico como una estatua.

El jefe de la Policía Militar no lucía para nada bien. A simple vista, parecía desbordado por la situación. Tenía la ropa desaliñada y sucia, los pómulos muy hundidos y la barba desprolija y tupida.

La reunión se llevaba a cabo en la misma habitación tapiada y recóndita donde habían celebrado las reuniones de consenso. Las luces de cuatro velas encendidas alumbraban las paredes y las expresiones fúnebres de todos los presentes, sentados alrededor de una mesa redonda presidida por Erwin. A su izquierda se hallaban Hange, junto a Dawn, Nanaba y Nile; a su derecha, Zenda, Mike y Levi.

Tanto el capitán como el líder de escuadrón y Hange habían decidido permanecer de pie, listos para intervenir si los temperamentos se salían de control.

—¡Claro! —exclamó el rebelde—. ¡Yo soy ese titán!

—Por lo idiota podrías serlo perfectamente —añadió Nanaba, con recelo.

—Sí —reconoció Zenda—. Y por otras razones también. En fin, no hay necesidad de que vaya con ustedes, ¿cierto? Me quedaré aquí, divirtiéndome con Marie.

—¡Hijo de puta! —Nile no pudo soportarlo más y descargó un puñetazo sobre la superficie de la mesa, haciendo vibrar la madera. Tenía las cejas arqueadas hacia el nacimiento de su nariz y los ojos negros, escabrosos y desorbitados—. ¡Deja ir a mi mujer!

—¡Nile! —intervino Hange—. ¡Cálmate!

Zenda no se amilanó ante la amenaza de Nile. Lo miró de arriba abajo y luego se encogió de hombros. Se mostraba tan seguro de sí mismo, tan petulante y narcisista, que la indignación de Nile le causaba a Levi una pizca (muy pequeña) de empatía hacia él.

—Mis hombres están cuidando muy bien de ella —dijo Zenda, con un tono que escondía el regocijo de su crueldad—. ¿O es que acaso no la vio, oficial Nile?

Nile apretó la mandíbula y la sangre subió a su rostro nuevamente.

Levi pensó que la cabeza del hombre podría explotar en cualquier momento. Su furia tenía la misma fuerza que un torrente, y su mirada, normalmente rasgada y perezosa, había aumentado casi el doble de su tamaño. Le lanzó una mirada significativa a Erwin, pero el comandante no la recibió. Erwin examinaba al jefe de la Policía Militar sin perturbar un solo músculo de su hermética expresión.

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