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Con el consentimiento de Hange, el capitán dejó la misiva de Paige encima del escritorio de Erwin y la deslizó hacia el comandante.

Erwin la leyó rápidamente y alzó la cabeza en dirección a Hange. La chica estaba de pie frente al ventanal de su oficina, absorta en sus pensamientos, mientras le daba la espalda a sus tres compañeros de tropa.

El asombro y la revelación sobre la vida de Paige hizo a Levi reflexionar acerca de sus prejuicios hacia ella. El capitán también la juzgó de igual o peor manera que lo hicieron los miembros de la Legión.

Siempre pensó que Paige era egoísta, narcisista y soberbia, pero la chica terminó siendo el resultado de un sistema precarizado y mal ejecutado. Paige era víctima del abandono y la injusticia tal y como lo era Levi.

En algún punto su relato le hizo recordar la vida de su madre: una mujer perdida, sin escapatoria y obligada a sobrevivir por el bien de los suyos.

Le repugnaba esas escorias del diablo que se aprovechaban de las mujeres desamparadas. Había visto un sinfín de horrores dentro del burdel.

Kuchel intentó alejarlo de esa realidad, pero de niño Levi era muy inquieto y curioso. Deambulaba por los corredores cuando estaba aburrido y pegaba la oreja al otro lado de las puertas para escuchar conversaciones ajenas. Todo lo que su madre se esforzaba por ocultar, él lo descubría en otras personas.

Cuando supo que a su mamá la llamaban vulgarmente Olympia en la jerga mancebía, Levi lo odió con toda su alma. El simple hecho de escuchar ese nombre desprenderse de la boca de sus clientes le ponía los pelos de punta. No obstante, fingió que no lo sabía, que era ingenuo y que no entendía lo que estaba sucediendo. Más que nada para tratar de aliviar la culpa que cargaba Kuchel por darle una vida misérrima y lamentable.

Levi jamás sintió vergüenza de su mamá ni de las decisiones que la llevaron a quedarse en el burdel. Estaba orgulloso de ella y la consideraba una mujer fuerte y valiente. Sin embargo, una tarde, un Levi de ocho años estaba acostado en la cama de su habitación, jugando con una pequeña pelota que él mismo había hecho con papel y cinta adhesiva, cuando la curiosidad lo picó. Levi le preguntó a su madre por qué estaban ahí, encerrados, sin poder salir.

De espaldas a él, Kuchel peinaba su largo cabello negro, sentada en un tocador de pino carcomido por la humedad. Frente a ella, había un espejo cubierto de polvo que la mujer se rehusaba a limpiar. Con el transcurso del tiempo, Levi creyó saber el por qué: el espejo le devolvía la imagen de alguien que Kuchel no quería ser.

Al escucharlo, su madre se paralizó. Las cerdas del cepillo que empuñaba se enredaron con los mechones renegridos de su cabello y el brazo huesudo y famélico le empezó a temblar. La mujer se empequeñeció dentro de su vestido de seda y luego, de un momento a otro, Levi vio como su postura pasaba de estar tensa a relajaba.

Kuchel irguió la espalda, alzó el mentón y se volvió hacia el niño con los ojos grises repletos de determinación. "Pronto nos iremos de aquí, Levi", le aseguró ella y su hijo le creyó.

A partir de ese momento, su madre repetía una y otra vez, día tras día, que se estaba esforzando mucho para poder conseguirle a los dos una vida mejor, pero la promesa sobre un futuro próspero jamás se cumplió.

Kuchel enfermó y terminó muriendo en un lúgubre tugurio. El proxeneta del burdel dijo que la sífilis fue la causa de su deceso. Una enfermedad de transmisión sexual que le dañó el cerebro y paralizó su corazón para siempre.

A la zaga, Levi convivió con el cadáver de su madre un día y medio. El niño no comía ni bebía. Lloraba a mansalva en un recodo oscuro de la habitación, mientras respiraba el hedor que emanaba el cuerpo de Kuchel pudriéndose en una cama...

VÉRTEXDonde viven las historias. Descúbrelo ahora