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Levi se asomó por el hueco de la puerta.

—¿Mamá?

Kuchel fue alcanzada por la luz del pasillo que iluminó tenuemente la habitación sumida en penumbras. La madre de Levi estaba a horcajadas de un hombre rubio y corpulento, con el torso desnudo y las manos entre sus piernas. El camisón de satén rosa se le había subido a la altura de la pantorrilla, mientras que uno de sus breteles se deslizaba por la curvatura de su hombro.

—¡Levi! —Se escandalizó Kuchel, alejándose del hombre. La mujer se precipitó hacia la puerta y acomodó su camisón—. ¿Qué haces aquí? ¡Te dije que no subieras! ¿Por qué nunca me haces caso?

El niño miró con angustia los ojos grises y dilatados de su madre. Estaban enmarcados bajo ojeras profundas y gruesas y unos pómulos extenuados. La suavidad con la que ella siempre lo trataba no estaba en aquella mujer asustada. Tenía el cabello negro alborotado y la respiración agitada.

Levi vaciló, pero finalmente dijo—: ¿Qué dice este papel?

El niño sostenía el periódico de la capital en su pequeña y huesuda mano. Kuchel se arrodilló ante la inocencia pueril de su hijo y le apartó con la mano los mechones despeinados  de su cabello oscuro que le ocultaban los ojos.

—Cariño, ahora no puedo ayudarte con eso —le respondió suavemente. 

Kuchel, al igual que Levi, hacía más de dos días que no comía. Ambos estaban esqueléticos y consumidos por la hambruna recurrente del burdel. Las piernas del niño eran dos escarbadientes que a gatas se veían por la camisa enorme y sucia que llevaba puesta.

Tumbado de costado, mientras sostenía su cabeza con una mano, el tipo de la cama observaba con aburrimiento la escena. Kuchel le echó un vistazo furtivo y se dirigió de nuevo a su hijo.

—¡Levi, por favor! —le rogó—. Regresa abajo.

A continuación, el hombre sostuvo un cerillo, lo deslizó sobre una cajita de madera y prendió un cigarrillo. Las piernas de Levi se estancaron en el umbral de la puerta cuando la habitación empezó a llenarse de olor a tabaco.

—Mamá —susurró Levi, y le acarició la mejilla que tenía un enorme verdugón—. ¿Ese hombre te golpea?

Kuchel gimió de espanto.

—No —negó, y sostuvo su manito entre los dedos blancos de ella—. Todo está bien, cariño. Vuelve abajo.

—¡Pero, mamá!

—¡Oye, mocoso! —irrumpió el hombre, al tiempo que le daba una pitada a su cigarro—. Escucha a tu madre y vuelve abajo que estamos ocupados.

Levi lo odió con la mirada.

—¡Deja en paz a mi mamá! —masculló.

Con una visible mueca de pánico, Kuchel lo arrastró por los hombros hacia el pasillo, pero Levi clavó los talones y se liberó del agarre de su madre. Hizo con el periódico un bollo de papel, lo arrojó al suelo y se precipitó en dirección al hombre hecho una furia de huesos diminutos. Kuchel lo llamó a los gritos, pero el niño no le hizo caso.

—¡Déjala en paz, viejo pervertido! —bramó Levi, dispuesto a partirle la cara.

Pero el tipo se levantó de la cama rápidamente e incrustó un puñetazo en el estómago de Levi. Su espalda se arqueó como un elástico y un coágulo de sangre brotó de su boca cuando impactó contra el suelo. El niño se estremeció y abrazó su barriga por el dolor y el hambre que carcomía sus entrañas hacía ya varios meses.

Desesperada, Kuchel se abalanzó sobre su hijo para protegerlo.

—¡Por favor! ¡No le hagas nada! —le suplicó—. ¡Es solo un niño! ¡Lastímame a mí, pero no a él! ¡Por favor!

VÉRTEXDonde viven las historias. Descúbrelo ahora