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Las cosas se estaban poniendo feas en el presente.

Muy feas.

La Legión de Reconocimiento y la Fuerza de Guarnición contenían el aliento, aguardando las órdenes a seguir por parte de Erwin Smith, que, sin mediar palabras, observaba al líder de los rebeldes, encaramado sobre el tejado del refugio.

Craig. Zenda. O como sea que se llamara. No estaba acobardado por la presencia del comandante. El joven había guardado su espada en el equipo de maniobras y evaluaba el accionar de su enemigo, con una sonrisa tétrica y las manos huesudas en el extremo de su bastón.

Levi advirtió al instante que Zenda era temerario y peligroso. No por su tamaño, varios centímetros más alto que él, sino porque todo en su postura transmitía una insufrible confianza en sí mismo.

—¿Y bien, comandante? —dijo Zenda en un tono juguetón—. ¿Quién dispara primero? ¿Usted o yo?

El aire en la villa era pesado y el silencio se había adueñado del bosque. Solo se alcanzaban a escuchar los quejidos agónicos de Moblit entre los brazos de Hange. El subteniente tenía la mirada corrompida por las lágrimas. Estaba pálido y perdía mucha sangre. El golpe certero de Craig le había abierto los pantalones y la carne de sus piernas.

Conmocionada, Hange no dejaba de estrujarlo contra su cuerpo para protegerlo de otro potencial ataque. Con una mano acunaba a Moblit y con la otra sostenía una espada de su equipo de maniobras. Su rostro rezumaba un gran odio hacia el líder de los rebeldes, que no dejaba de sonreírle con suficiencia a Erwinesde la distancia.

Por otro lado, Marie, tumbada boca abajo y con un arma detrás de la cabeza, también sollozaba y se lamentaba en voz alta. Los pequeños pedregones del terreno habían rasgado sus mejillas, hinchadas y llenas de sudor. Levi estaba preocupado por ambos, aunque la mujer tenía prioridad. Moblit era un soldado entrenado, pero Marie no. Se trataba de una simple mujer embarazada, expuesta a una situación espeluznante e innecesaria.

Erd, Petra y Hunter continuaban atados de pies y manos bajo el dominio de los rebeldes.

—Primero, suelta a las mujeres —procuró Erwin, haciendo alusión a Petra y Marie.

La mirada de Craig se iluminó.

—Eso no responde a mi pregunta, comandante.

—Nadie disparará —aseguró el comandante—. Suéltalas —insistió después, con una autoridad que se oía solemne, pero rayaba la rabia.

Zenda levantó una mano y sacudió su dedo índice. Lo movió de un lado al otro y chasqueó la lengua cuando respondió:

—Me temo que no. Si lo hago —sus ojos rapaces se movieron hacia Levi—, él me matará.

Zenda estudió al capitán de arriba abajo. Levi retorció los dedos alrededor de sus espadas, tratando de contener el impulso de matarlo. Aún le ardía la cara por los golpes que sus secuaces le habían propinado.

Los dos hombres se midieron mutuamente e intercambiaron miradas calculadoras y desafiantes. Finalmente, Zenda dejó de prestarle atención a Levi tan pronto Erwin caminó hacia el borde del tejado.

—No queremos pelear —proclamó Erwin—. Si cooperas, podemos llegar a una solución efectiva para ambos.

—Nunca dije que vine a pelear —alegó Zenda, sacudiendo los brazos—. Solo quiero que me devuelvas a mis hombres.

Los rebeldes estaban en desventaja, y Zenda lo sabía. A simple vista, se notaba que el número de sus súbditos era menor al de los miembros de las fuerzas y lo único que aún los mantenía con vida eran los rehenes. Fenrir había dicho que su amigo tenía la astucia de un zorro. Y no se equivocó.

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