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La sonrisa ladina de Zenda le provocó a Levi unas ganas intensas de acribillarlo con sus espadas.

—¡Qué cara tienes! —observó el chico—. ¿Quién ha muerto?

Con una expresión de muerte, el capitán ingresó a la sala que el comandante había asignado a Zenda y sus dos soldados de alto mando. En el interior, había dos sofás enfrentados, una cómoda y una mesa ratona rodeada de cuatro otomanos de un beige bastante deplorable.

Las lámparas de aceite iluminaban algunos espacios, pero, como la mayoría de los lugares dentro del burdel, no contaba con ninguna ventana. O, en su defecto, estaba tapiada.

Levi creía que esa habitación había pertenecido a algún proxeneta o prostituta importante del burdel. Las paredes revestidas con pintura roja y vetusta, y los muebles hechos de ébano continuaban inspirando elegancia y hospitalidad.

Luego del subidón de adrenalina, los sentidos del capitán experimentaron un ligero adormecimiento, como si estuviera enfermo. En realidad, se sentía enfermo. La tristeza de haber lastimado a Hange, combinada con el enfado contra Paige, lo habían llevado al borde del abismo. Todavía escuchaba en su mente el chirrido de la puerta cerrándose a sus espaldas. Aún podía ver el dolor en las lágrimas de Hange cuando se marchó de la habitación sin dignarse a escucharla.

La imagen le resultaba angustiante y recurrente. Nunca creyó que él sería capaz de lastimarla. Pero ahí estaba de nuevo, su karma, su maldición, o lo que fuera, recordándole una y otra vez que nadie podía ser feliz a su lado. Todo lo que Levi tocaba siempre se extinguía. Con Hange se dio cuenta a tiempo, justo antes de que ella desapareciera.

¿Cómo pudo haber sido tan ingenuo? ¿Cómo pudo pensar que merecía estar con ella?

Se odiaba por eso, pero más se odiaba por permitir que la relación superara todos los límites previstos.

Había sido un idiota. Si aquella fatídica noche en Mitras no le hubiera confesado sus sentimientos, nada hubiera sucedido entre ellos. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde entonces hasta hoy? ¿Una semana? ¿Dos? ¡Vaya! Su felicidad sí que duraba poco. Era patético.

Aquí tienes el texto con algunas modificaciones para mejorar la fluidez y claridad, sin perder tu estilo original:

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Levi se habría reído de sí mismo, de no ser porque Zenda lo observaba con interés. El líder de los rebeldes estaba sentado en un sofá gris, que se encontraba limpio y en buen estado en comparación con los otros muebles a su alrededor, mientras traqueteaba la punta de su bastón contra el suelo de madera. Sobre uno de los cojines, estaban apilados los envoltorios de las barras de cereales que Dot había traído en su momento.

Levi recordó que aún no había cenado y, por un momento, se le retorció el estómago de hambre.

—Nadie —contestó finalmente el capitán. Luego, dejó caer el peso de su cuerpo sobre uno de los cuatro sillones otomanos, frente a Zenda—. Pero pronto tú lo harás.

—¡Qué agresivo, capitán! ¿Cómo puede hablar de esa manera delante de su compañero? —Zenda se levantó abruptamente, estiró el cuerpo y apretó con las manos los musculosos brazos de Mike—. ¡Mira lo grandote que es! ¡Estoy fascinado con sus brazos!

Mike, que estaba de pie junto a Zenda, repelió el contacto.

—¡Saca tus asquerosas manos de mí!

Zenda hizo una mueca con la boca.

—¡De acuerdo! —expresó, y se dirigió a Levi—. ¿Cuándo empezaremos con el plan?

—Mañana por la mañana te enterarás —respondió Levi—. Primero debemos entrenar a Benton y a Petra.

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