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En seguida, los sonidos se apagaron y fueron reemplazados por la confusión y la expectativa que cortaban el aire tenso como un cuchillo..

-Esto empezó hace un par de años -comenzó Fenrir de nuevo, su voz ahora más serena pero cargada de dolor-. Mis padres eran seguidores del culto a las murallas. Creían fervientemente que detrás de esos muros había diosas que nos protegían de los titanes. Se conocieron a través de amigos en común dentro del culto y se casaron rápidamente. Durante dos años, trabajaron en la alta cocina en Mitras, llegando incluso a servir a la Corona. Pero todo cambió cuando mi madre quedó embarazada. Yo fui su primer y único hijo.

El rostro de Fenrir se volvió más sombrío.

-Cuando nací, todos quedaron atónitos. Incluso la partera se asustó al verme -continuó con amargura-. Hace veinte años, había mucha ignorancia, aún más que ahora. Lo sé porque una vez escuché a mi madre hablar con la madre de Dawn sobre mi nacimiento. Mi familia tenía miedo. Nunca habían visto antes a un bebé con ojos de diferentes colores y la piel tan pálida como la de un cadáver. Los seguidores del culto se alarmaron. Decían que, en lugar de ser un milagro, yo era la reencarnación del mal. Un castigo divino para aquellos que ignoraban el poder de las murallas. En la iglesia, instaron a mis padres a deshacerse de mí. Decían que era un error, que estaba maldito y que mi simple existencia solo traería desgracias a mi alrededor. Lamentablemente, muchos de ellos no estaban equivocados.

Fenrir se detuvo, permitiendo que sus palabras resonaran en el aire tenso y pesado.

- ¿Por qué lo dices, muchacho? -intervino el comandante Pixis, cuya voz cantarina contrastaba con el tema sombrío de la conversación. La nariz en forma de pera de Dot se estaba tornando roja por el alcohol-. Acaso no creerás que estás maldito, ¿verdad?

-Lo he creído por mucho tiempo -confesó Fenrir, bajando la cabeza.

Pixis soltó una carcajada burlona y le dio un codazo a Levi en un gesto de complicidad. El capitán se mantuvo impasible ante el comportamiento inoportuno, conteniendo las ganas de golpear la cara chata y ovalada del comandante. A Fenrir tampoco le pareció gracioso el comentario de Dot Pixis.

-Continúa, por favor -intervino Zackley, cuya voz resonó ominosamente, revelando el enojo y la vergüenza que sentía el oficial de alto rango.

Fenrir exhaló profundo y retomó su relato del pasado.

-Mis padres se negaron rotundamente -continuó-. No podían asesinar a un bebé. Aunque era diferente a los demás, también era su hijo. Los más dogmáticos echaron a mis padres del culto, acusándolos de desobedecer a la orden divina. A partir de entonces, viví mi infancia escondiéndome de los prejuicios ajenos y propios. Mi madre, Murit, me llevaba al médico, pero ningún profesional quería atenderme. Ella se esforzaba para que nadie notara mi diferencia. Me rasuraba el cabello con una navaja y ocultaba uno de mis ojos con un parche, pero nada de eso funcionaba. Mi madre no pudo evitar que los rumores se expandieran. Para ella, yo era un niño bueno y muy sensible, pero para el resto, era una abominación.
>La gente empezó a temerme y los clientes habituales de mis padres dejaron de contactar con ellos. El negocio familiar cayó en bancarrota en menos de seis años y nos mudamos de Mitras a Stohess. Mis abuelos vivían allí; eran los padres de mi padre, Ivar. Ellos reaccionaron igual que todos los demás al verme, aunque al menos intentaron ser amables conmigo durante un tiempo. Pero los momentos de paz no duran para siempre. Mi abuela se volvió loca cuando mi abuelo murió de un paro cardíaco. Nos echó de la casa y le dijo a mi padre que no quería volver a vernos a menos que yo estuviera muerto.
>Mi madre le lanzó un zapato en la frente como respuesta. Eso lo recuerdo perfectamente porque tenía siete años en ese momento. Esa misma noche, terminamos en una especie de hogar de acogida para indigentes en el centro de Stohess. Era administrado por la familia de Dawn, gente adinerada y generosa. Tan pronto como puse un pie en ese lugar, atraje todas las miradas. Aunque era algo frecuente, no podía acostumbrarme al juicio y la presión de las miradas. Me encogía como un pichón mojado y me aferraba a las piernas de mi madre para protegerme. Estaba aterrorizado y lleno de vergüenza, con una apariencia lamentable: delgado, calvo, con manchas en la piel provocadas por el sol y un parche en uno de mis ojos. Mis padres habían hecho tanto esfuerzo para darme una vida normal, pero a medida que crecía, me daba cuenta de que era todo menos normal. Estaba cansado de ser una carga para mi familia, cansado de esconderme y de querer ser normal. Mi vida era un tormento.

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