XXXV: La noche en la que se conocieron

34 6 3
                                    

Cerré mis ojos intentando conciliar el sueño por tercera vez. Sequé mis lágrimas y me di la vuelta respirando profundo. De pronto, escuché que tocaban mi ventana. Me levanté, un poco asustada y abrí las persianas rápido. Me asomé y me sorprendí al descubrir lo que era. 

Anthony está desde el suelo tirando piedritas hacía mi ventana. Cuando me notó se detuvo.

—¿Qué rayos? —susurré.

—¡Hola! —Sonrió de boca abierta.

—La fiesta ya terminó.

—No.

—¿Qué?

—Tu fiesta sí, la nuestra no.

—Lo siento, pero no entiendo.

—¿Dejarás a este pobre vagabundo acá afuera? —dijo siendo sarcástico. 

—Técnicamente si fueras un vagabundo desconocido sí, —Achiné los ojos— pero eres tú.

—Vamos, suelta tu cabello-o-o.

—¿Qué?

—No me digas que nunca viste Enredados —dijo aborrecido.

—Ah —Capté de lo que hablaba—. Sí la he visto.

—Lo arruinaste todo. Vamos, déjame entrar.

—¿Acá? ¿Ahora?

—Sí… Al menos que quieras venir a mi casa.

—De querer no lo dudaría, de poder es posible que nunca.

—Deja de hablar —Le di una mirada retadora— Por favor —sonrió.

—Ve a la entrada y no hagas nada de ruido —Asintió.

Después de cerrar la ventana me coloqué mis pantuflas. Abrí la puerta de mi habitación con mucho cuidado y salí dejándola abierta. Miré hasta la puerta de mis padres, que está al final del pasillo, para darme cuenta en si la luz seguía prendida, y no, cayeron rendidos.

Bajé con mucha precaución las escaleras, no podía hacer ni un mínimo ruido. Al llegar a la puerta principal respiré profundo, dudando en si hacer esto o no. Tomé las llaves y la introduje en la cerradura, giré con delicadeza y la puerta se abrió. Él estaba ahí, mirándome como si no lo hubiera visto hace un minuto. Le hice señas de que hiciera silencio y asintió sonriendo, le tomé la mano y subí delante de él las escaleras, cuando ya estábamos en la puerta de mi habitación lo hice pasar, detrás de él cerré la puerta con cautela y encendí la lámpara.

Lo miré de arriba abajo, no puedo creer que esté aquí y que yo lo haya dejado entrar. Tampoco puedo creer que tiene la misma ropa que de la fiesta, como si no hubiera ido a casa. 

—No te preguntaré cómo estás porque puedo imaginarlo —pronunció, pero su tono de voz no fue tan bajo.

—Shh. Mis padres no permitirían que estuvieras aquí. Sabes, a veces parece que te odian.

—Que todo el mundo me odie, menos tú. Si eres la única que me quiere y acepta con todo lo que soy me conformo... Y de sobra.

Me acerqué a abrazarlo, aún mantenía su olor a chocolate.

—Claro que te quiero.

Este abrazo era lo que ambos necesitábamos, para sentirnos protegidos, fuertes y en confianza. Hemos tenido abrazos veces anteriores, pero este, este fue diferente, este contuvo todos nuestros sentimientos, cosas que no logramos decir y que evitamos expresar.

—¿Tienes sueño? —dijo

—No. Intentaba conciliar cuando llegaste.

—Si quieres solo nos dormimos ya.

A PruebaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora