EPÍLOGO

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Muchas personas considerarían describir la calma como un estado apacible sin perturbaciones, algo lejano al miedo y al peligro, resguardados en la seguridad de sus más grandes pensamientos o situaciones sin disturbios capaces de alterar en lo más ...

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Muchas personas considerarían describir la calma como un estado apacible sin perturbaciones, algo lejano al miedo y al peligro, resguardados en la seguridad de sus más grandes pensamientos o situaciones sin disturbios capaces de alterar en lo más mínimo la calma que muchos añoraban. Se trataba de, por supuesto, un momento de silencio y paz.

Para Enzo Biecchi, tener paz en esa casa era sinónimo de peligro.

Así que cuando despertó con el cálido cuerpo de un hada recostada sobre su pecho, dormitando, y vio la hora, se extrañó en saber que había un absoluto silencio. Eso era extraño, muy extraño y preocupante; miró por la ventana, las persianas estaban corridas pero la tenue luz de un sol que tímido ya se asomaba por el horizonte iluminaba las claras cortinas y alumbraba de forma parcial la amplia habitación, era mitad de semana ¿por qué no había alboroto?

—¿Qué haces? Vuelve a dormir...

El murmullo de Rezza le sacó de su confusión lo suficiente como para admirar lo bonito que se veía adormilado, con los ojos aun cerrados y la voz pesada.

—Hay demasiado silencio —respondió el lobo, acariciándole la espalda con suavidad —. Son las cinco de la mañana y hay demasiado silencio.

Rezza abrió los ojos de inmediato. Se incorporó, apoyando las manos en el colchón y con la misma extrañeza de Enzo se miraron por un segundo con exactamente la misma expresión, haciendo silencio para comprobar la sepulcral calma que había esa mañana en su hogar en los suburbios de Saint Percival. Estuvieron así un rato, arrullados por el cantar de un pájaro afuera hasta que por fin algo más se escuchó. Un estruendo de metal y madera cayendo escaleras abajo, tan fuerte que hasta Rezza fue capaz de escucharlo. Ah, ahí estaba.

Se relajaron con un suspiro que salió al mismo tiempo que se levantaban de la cama, completándose el pijama para tener decencia y no salir semidesnudos, o al menos Rezza, que se cubrió con una camisa de Enzo antes de salir de la habitación al pasillo. Miró hacia el fondo de éste, a dónde el resto de habitaciones estaban pero continuó su camino hacia las escaleras para ir a la planta de abajo, con cada escalón era posible escuchar el alboroto con mayor claridad.

—¡Isaac! ¡Un omelette no lleva cascaras! —gritó una voz femenina.

—¡Calla, tú no sabes cocinar! —contestó la voz de Isaac.

—¡Al menos sé diferenciar la sal del azúcar!

—¡Tu no sabes diferenciar perejil y cilantro!

—¡Nadie sabe diferenciar eso! —respondió Isaac.

Rezza y Enzo se miraron con una ceja alzada, divertidos ¿En serio? ¿Qué demonios estaban pasando en la cocina? Negaron, en silencio, y cruzaron por la estancia principal hasta llegar a la cocina. Encontraron el infierno desatado en la tierra.

—¡¿Podrías dejar de comerte todo y de dejar pelos por todos lados y ayudar, Pixie?! —Isaac gritó entre dientes, tomando a un enorme gato persa blanco de sobre la mesada, tan peludo que sus gritos tenían razón de existir. El gato se retorció entre maullidos y chillidos, Isaac lo soltó antes de recibir un arañazo.

El lobo que deseaba salvar a una mariposa herida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora