9. Los muertos no sueñan

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La libertad jamás tuvo un significado tan puro como aquel, porque disfrutar del viento pegando contra su cuerpo y sus alas batiéndose libres era un regalo divino para él. A su alrededor, todos reían y disfrutaban de la convivencia, y dentro de él sentimientos de gusto y alegría crecían. Cuanto había extrañado a su gente, ser libre con otros como él, compartir con sus iguales. Amaba estar lejos, claro, al fin y al cabo por algo había decidido irse, pero nunca olvidaría de dónde vino, jamás negaría quién era en verdad. No era su intención estar ahí, pero la invitación de uno de sus amigos no podía ser rechazada, ¿hace cuanto no iba a una reunión de su comunidad? Hace bastante. Sus alas ya estaban entumecidas para cuando las sacó, porque no era lo mismo liberarse en su departamento, que hacerlo entre otros como él.

No pudo rechazar la invitación, creció con esas personas y a diferencia de ellos, él si se llevaba bien con la cultura humana, por lo que ver a su gente fuera de los bosques a las afueras de Rivershire era casi imposible. Los extrañaba.

No se arrepentía, claro, hacia demasiado que no se dejaba llevar y era él realmente, con el cabello suelto cayendo por su espalda y sus alas a tornasol brillando libres en el aire, preciosas y enormes. Siempre fue conocido por ellas, porque eran más grandes que de costumbre y la única hada que le superaba en el tamaño de las alas, era la mismísima Reina Hestia. Eran su orgullo, su mejor atributo. Y se veían increíbles bajo las luces de las antorchas que alumbraban la cueva, con la luz de la luna colándose entre las rendijas e iluminando flores que crecían entre las grietas.

Rezza reía, y sonaba como campanas siendo movidas por el viento, y sus alas alborotadas estaban siendo acicaladas por niños pequeños con aceites naturales que sacaban de las plantas. Una de ellas, hija de uno de sus amigos, una preciosa chiquilla de cinco años de cabello color caoba lleno de purpurina y hojas pequeñas, trenzaba con maestría el cabello largo de Rezza, mientras las demás disfrutaban de sus enormes alas y de preguntarle cosas sobre el mundo de los Hombres Sin Alas.

—Está muy dañado —murmuró la niña, riendo —. Está reseco y huele feo.

—Lo sé, Maië—contestó Rezza —. Los humanos no tienen buenas formas de cuidado. Y yo no tengo tanto tiempo como quisiera para cuidarlo. Todo lo de ellos tiene químicos y aditivos.

—¿Qué son químicos? —preguntó un niño.

—¿Y qué son aditivos? —preguntó otro.

Rezza sonrió.

—Son sustancias que dañan, en su mayoría.

—Ew —se quejó Maië —. No te conviertas nunca en uno de ellos.

—Nunca, pequeña.

Se dejó arreglar, encantado de las atenciones y de los comentarios de los pequeños. Además, adoraba contestar sus dudas. Luego, sus amigos (los padres de los niños) se unieron a ellos, y entre bromas disfrutaron del momento. A lo lejos, un grupo de hadas revoloteaba alrededor de la entrada de la cueva en un juego; más cerca de él, Rezza podía ver sombras detrás de una cortina de flores y tela hecha a mano donde una pareja de hadas disfrutaba de un humano en la intimidad. Era normal, más en esas reuniones, que las hadas llevasen a sus conquistas humanas para disfrutar de ellas en grupo, pero Rezza prefería hacerlo en privado y con el consentimiento del otro, no por tenerlo atontado por algo de magia de hada.

El lobo que deseaba salvar a una mariposa herida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora