26. Quién como Dios

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Con el peso sobre sus hombros y las manos heladas, Enzo se pasó los dedos por la cara, apretando su nariz y parpados para disipar el estrés y el sueño

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Con el peso sobre sus hombros y las manos heladas, Enzo se pasó los dedos por la cara, apretando su nariz y parpados para disipar el estrés y el sueño. Estaba exhausto, con el cuerpo entumecido y el mal humor aun crispaba por sus células. Tenía tantas cosas en la cabeza y no sabía por cual preocuparse primero, pero con todas solo conseguía que su cabeza hirviese y doliese a tal punto que deseaba unas vacaciones que durasen años, totalmente lejos del crimen y asesinos seriales.

El reloj marcaba las seis y veinte minutos de la mañana cuando Enzo reconoció un olor que adoraba: Bollos calientes, café amargo y Rezza.

Entendía los dos primeros, unas adorables enfermeras se habían encargado de llevarle desayuno a él y al resto de la fuerza policial que resguardaba el pasillo y la habitación número 365. Para el último olor no había explicación, porque Rezza no pertenecía al hospital.

Y sin embargo ahí venía, caminando solitario hacia donde él estaba, llevando su bolso, su maletín de trabajo y su gafete distintivo. Para Enzo fue inevitable, lo admiró antes de cualquier cosa, mismo modo de vestir, mismo cabello rizado y despeinado, mismas mejillas pecosas, sus delgadas y cortas piernas moviéndose una frente a la otra, sus caderas danzando con el movimiento que hacia al caminar ¿Rezza se daría cuenta que las movía muy bien? Aunque usase ropa tan holgada el movimiento era hipnotizante. Y, además, tenía unas ojeras gigantes que le llegaban hasta el suelo, acompañado de un rostro cansado, demacrado y gris. Enzo suspiró, desanimado, ya lo suponía: no había dormido nada.

Quizás él tampoco hubiese dormido de haber estado en casa y no en el hospital. Seguro hubiera pasado toda la noche repitiendo una y otra vez la pelea con él, seguramente lamentándose o gruñendo, o ambas. En su lugar lo hizo en esa incomoda silla fuera de la habitación 365, y ahora que veía a Rezza solo quería abrazarlo, pedirle perdón y hundirse en él para calmarse. Pues uno de los pensamientos que más lo había azotado y que tanto dolor le daban era justamente ese: la pelea. Solo necesitaba dormir un poco y esperar que el muchacho en la habitación despertase.

─Buenos días, camp-

─Buenos días ─saludó, pero no fue a Enzo (a quien por cierto interrumpió su saludo) sino que fue un saludo general a todo el personal. Pasó inclusive de largo, no se detuvo a mirar a Enzo ni de refilón, tan solo se detuvo frente a la puerta de la habitación, alzando su credencial hacia el oficial que la resguardaba ─. Rezza Maleki, médico forense de la estación. Vengo a examinar las heridas.

El oficial le abrió la puerta sin mucho más. Enzo se levantó, dejando a un lado el vaso de cartón de café y entró detrás de él. Kali estaba en algún otro lugar, creía haberla escuchado decir que iría por algo más que bollos y un café amargo, así que le tocaba enfrentar solo a un Rezza aun molesto. Iba a ser un trabajo duro.

Dentro de la habitación la victima desconocida descansaba en cama. Estaba conectado a los monitores y a una bolsa de suero que descendía poco a poco hacia sus venas, así dormido y calmado, se veía algo diferente a como Enzo lo encontró. Ahí acostado parecía un jovencito. Ya no había sangre seca ni sudor en su frente y la herida estaba comenzando a sanar gracias al doctor Alaistar, ese veterinario que le había salvado la vida a Enzo. Por supuesto Enzo le había llamado, necesitaban a un experto en hombres lobos para tratar al jovenzuelo y el capitán pudo desviar la atención del hospital. Al fin y al cabo, un par de sus doctores eran sobrenaturales, uno de ellos les ayudó: un vampiro. Raro, pero no tanto en realidad. No para Rivershire.

El lobo que deseaba salvar a una mariposa herida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora