Capítulo 3.-«Sympathy For The Devil» The Rolling Stones.

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Entonces lo escuché

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Entonces lo escuché.

Y mi vida no volvió a ser la misma después de eso.

Si piensan que fue mágico, lleno de glitter, nubes derretidas, rayos de sol, y olor a rosas, piensan mal. Mi relación con él no empezó bien, o no como un cuento de hadas, al menos.

Y sé que nadie sabe la verdad sobre cómo nos conocimos, ninguno de los dos lo dijo, pero aquí está la versión real. Sin censura, directamente extraída de mis recuerdos más preciados. 

Yo me encontraba llorando en un cubículo de los baños elegantes de la disquera, sollozando, pues por milésima vez le había rogado a Owen que me notase y me viese y me apoyase respecto a mi álbum, y por milésima vez me había rechazado y puesto mil excusas para no hacerlo; pensé que todo sería fácil, como en las películas, como un golpe de suerte en el que de pronto vas a la cima sin siquiera detenerte para no perder la cabeza. Como en un cohete a las estrellas, con el estómago revuelto y las manos aferradas a lo que sea para no gritar. Lamentablemente sí que estaba en un cohete, pero no al éxito inminente, sino a la destrucción asegurada. 

Escuché cómo alguien entró a esos baños impolutos, con el suelo de mármol, y olor a limón, escuché cómo ese alguien entraba a un cubículo mientras tarareaba una canción, escuché un jadeo de placer de ese alguien que se derritió en mi oreja, escuché cómo salió del cubículo, y escuché cómo ese alguien se cayó al suelo después de un jadeo, y el golpe sonó tan fuerte que salté asustada en el cubículo, limpié mis lágrimas con rapidez, abrí la puerta y me encontré con un hombre tirado en el suelo, intentando levantarse con todas sus fuerzas, pero sin poder hacerlo; era uno de los hombres más grandes que jamás hubiese visto en mi vida, era enorme, quizá medía dos metros, y yo tan sólo medía 1.50 metros, era como un palito a su lado.

Pensé mucho si ayudarlo a levantarse o no, olía a alcohol y colonia para hombre deliciosa con olor a lavanda, escuché cómo jadeó y yo me alejé algo asustada. Todo en él gritaba; ¡Aléjate! ¡Peligro! de más de una forma  además de la obvia. Era él. ÉL.

—Ayúdame, no te quedes ahí, viéndome como si fuese un loco— eso fue lo primero que dijo, con una voz grave y rasposa, derritiéndose en mis oídos, vertiéndose por mi cuerpo, como si fuera miel caliente, pesada y pegajosa.

ESTÁBAMOS CONDENADOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora