Capitulo IV

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Inframundo

Hades

Desde pequeño supe cuál sería mi lugar y mi destino. Mi padre, el gran dios Cronos, había disidido un lugar específico para mi y para mis hermanos desde el día de nuestra creación.

Zeus, el mayor, iba a asumir el trono del olimpo, controlando la vida de los dioses. Dius, el siguiente, asumirá el poder de los cielos y el mando del mundo mortal, asegurando su protección.

Ares, el tercero, gobernaría junto a zeus y yo, el último hijo de aquel gran dios, gobernaría el inframundo, torturando y condenando a todas las almas de los cuatro reinos.

Había aceptado ese destino. Ser el rey del inframundo era algo que disfrutaba, el dolor y la oscuridad que cada nueva alma me regalaba formaban parte de mi cuerpo y de mi ser.

Abrí los ojos incapaz de seguir durmiendo con la mente hecha un lío.

Estaba demasiado molesto por lo sucedido en la cueva, perder a esa mini diosa atrasaba mis planes en contra de mis hermanos.

Mi mente empezó a proyectarme imágenes de aquella niña pelirroja, quien aun estando asustada y temblando, había tenido la osadía de sostenerme la mirada.

Aun podía sentir el calor atrapante que emanaba su cuerpo, aún podía sentirla temblar bajo mis manos, aun podía sentir el remolino interior que sus ojos me causaron.

Todo de ella me llamaba, era como tener ante mí a la representación viva de la oscuridad. Las telas negras que adornaban su cuerpo me daban la razón, pero sus ojos me hacían dudar.

—¿Hades? – hablan devolviéndome a la realidad.

Mire a la mujer que dormía a mi lado y no pude pasar por alto que seguía siendo tan hermosa, como el primer día que la había visto.

Perséfone, mi bella reina,era una diosa de carácter fuerte, que no le tenía miedo a nada. Su cabello era tan negro como la mismísima oscuridad, era la perfección hecha mujer.

Era una diosa ejemplar, que me había dado todo, su amor, su compañía y su lealtad; todo menos un heredero.

Tener un hijo era uno de mis mayores sueños, deseaba tener a quien dejarle todo lo que me pertenecía.

—Sigue durmiendo – ordene.

Me levante frustrado, era el dios del inframundo, señor del infierno y condenador de almas, y no podía dejar de pensar en esos ojos azules, como el zafiro, que se cargaba aquella joven.

Salí de la habitación. Los pasillos estaban oscuros como gran parte de todo acá, el olor a azufre y el tenue manto de cenizas adornaban cada rincón.

Los demonios y los trasportadores de almas, que iban y venían cumpliendo su trabajo, se inclinaban cada vez que me veían en señal de respeto.

La sala del trono, estaba compuesta por columnas hechas de fuego rojo, que resaltaban en la oscuridad, las paredes eran decoradas por enormes estatuas de dragones y gárgolas y en el centro, estaba un enorme sillón.

—Buenos días señor – me saludo con una reverencia mi sabueso infernal.

Adrish, aquel que había sido creado solamente para mí y quien con el tiempo se había convertido no solo en el guardián de todo esto, sino que también en mi amigo y mano derecha.

—Buenos días, ¿alguna novedad? – le pregunte ocupando mi lugar.

—No señor – respondió adrish. – Todo está en orden.

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