Capitulo XXIII

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Miré los ojos de mamá a través el espejo e hice un esfuerzo por sonreírle, ella parecía estar analizando cada rincón de mi rostro, peinando distraídamente las hebras de mi cabello castaño. Me ponía de los nervios cada vez que hacía eso, quizás porque siempre había parecido tener una obsesión por mi cabello; de niña era por trenzarlo, por atraparlo dolorosamente entre ligas y nudos extravagantes; mediante crecí comenzaron a ser las diademas y las coletas altas, que el cabello siempre estuviera brilloso y bien resuelto. Hoy era peinarlo, había dejado de hacerlo con la misma frecuencia, pero mamá me podía obligar a pasar horas sentada en aquel horrible tocador para que ella pudiera cepillarme el cabello, tarareando canciones melodiosas y regalándome pequeñas sonrisas acogedoras que siempre pensé tenían algo filoso oculto.

A veces pensaba que la afición de mi madre por mí era una burla hacía papá: "¿Ves que parecida es a ti? Sus pómulos, sus pecas, sus ojos cafés y el color oscuro de su piel, se parece demasiado a ti, incluso con ese cabello brillante bañado en caros cuidados, pero ¿qué tan tuya puede ser si la he forjado igual a mí?" Un deje de fanfarronería borboteaba de los ojos azules de mamá cada vez que veía a mi padre, a veces, cuando la veía así, tan segura, tan poderosa, me preguntaba si sabría de su otra vida, de si sobre eso se trataba todo, el saber demasiado y usarlo a su favor, si por eso podía arrastrarlo hasta su cama cada noche o mantenerlo en esta casa. No me sorprendería descubrir que así fuera, después de todo, para Heather el mundo siempre había parecido demasiado pequeño y todos nosotros siempre hemos parecido pequeños juguetes entre sus manos.

Pequeñas muñecas con las que se sentaba como una niña a jugar, moviendo hilos y cruzando vidas, de todas era yo su favorita. ¿Una hija o una muñeca de carne y hueso? Había sido demasiado joven al tenerme así que no podría culparla porque para ella fueran las mismas cosas. Me había obligado a lucir perfecta, a tener un armario desbordando de ropa infantil que había elegido para mí, me había obligado a permanecer impoluta y reluciente, sumisa y sonriente. Había forjado las facciones duras de mi rostro y puesto ladrillo por ladrillo de las barreras con las que había aprendido a separar mi vida. Ella lo había hecho todo y no dudaba de cuan orgullosa debía estar de su obra maestra; de la perfección que logró calarme en cima.

Esa perfección que había llegado a odiar, a despreciar hasta que cada parte de mi personalidad y vida me daba ganas de hacer cosas añicos, de partirlos en pedazos tan pequeños que fuera imposible recomponerlo y que al hacerlo quedaran las huellas palpables del caos.

Caos, algo que siempre había anhelado, pero no se permitía, no dentro de mi vida bien regida por la monarca de cabello oscuro y ojos del color de los zafiros, no para Alex Brown que todo lo blandeaba con reglas y recordatorios, que comenzaron inocentes, insignificantes: no ensuciar la ropa, no desordenar, no perder, no llorar frente a los demás. La niña que había sido no comprendía como todo se había desquiciado:

Cuando los "no juegues porque te vas a ensuciar" se habían convertido en "No saldrás de tu cuarto esta semana"

Cuando los "sonríe siempre" cambiaron al desprecio aguado de palabras filosas "no engordes, no comas, has una dieta y corre cada mañana"

Cuando los susurros de "siempre sé educada" habían decaído a miradas de asco y gritos de "luces como una zorra con esa ropa, la piel es vulgar"

No entendía cuando los "Esa amistad no es sana" se habían convertido en ordenes de no confiar en nadie, en marcas dictatorias de gritos sobre como nadie sabe amar y como nadie me podría amar de verdad.

No lo entendía, pero si sabía, sabía muchas cosas y sabía cuándo; cuando todo se había perdido. Recordaba los dos días que me había pasado sin hablar para que mamá me dejara ir a aquel cumpleaños de una compañera de la cual ya ni el nombre recordaba, no solían tomarme en cuenta para esas cosas en el colegio así que la primera oportunidad tuve que aprovecharla, logré que mamá me diera el permiso. Tenía once y fueron las mejores dos horas de mi vida hasta ese entonces, me la había pasado comiendo lo que nunca mi madre me había dejado antes, corriendo como ella habría dicho que era impropio y hablando con personas de mi edad, todo era perfecto, hasta que mamá se me acercó por la espalda mientras devoraba mini hamburguesas y me arrastró fuera de la fiesta. Yo lloré y chillé de dolor mientras sus uñas largas se incrustaron en la piel de mis brazos y en ese momento no lo había entendido, pero cuando al llegar a casa mi madre me lanzó dentro del baño y dejó caer una toalla higiénica, sí que pude ver a través del espejo la mancha roja en la parte trasera de mi pantalón.

Bajo la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora