CAPITULO 6

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CAPÍTULO

6

La propiedad se extendía sobre una tierra ondulada, verde. Yo nunca había visto nada semejante; era imposible comparar nuestra vieja finca de los buenos tiempos con lo que yo estaba viendo. Tenía un velo de rosas y hiedra, con patios, balcones y escaleras que nacían en los laterales de alabastro.

Había bosques en el horizonte, lejos, tanto que yo no veía del todo la línea distante de los árboles. Tanto color, tanta luz del sol y movimiento y texturas... No conseguía empaparme de todo eso con la suficiente rapidez.

Pintarlo habría sido inútil: nunca le habría hecho justicia.

Tal vez mi asombro habría dominado a mi miedo si el lugar no hubiera estado tan vacío y silencioso. Hasta el jardín por el que andábamos, siguiendo un sendero de grava hacia las puertas principales de la casa, parecía callado y hundido en el sueño. Por encima del conjunto de lirios de color amatista, campanillas pálidas y narcisos de color manteca que se balanceaban en la brisa tranquila, me rozó la nariz aquel olor leve, metálico.

Claro que era magia, porque a ese lugar había llegado la primavera. ¿Qué poder terrible tenían los inmortales para hacer de sus tierras un lugar tan diferente del nuestro, para controlar las estaciones y el clima como si fueran sus dueños? El sudor me bajó por la columna mientras sentía las capas de ropa como un peso sofocante. Hice girar las muñecas y me moví sobre la montura. Los lazos que me habían retenido, fueran lo que fuesen, habían desaparecido.

Delante de mí, el inmortal avanzaba en zigzag; saltó sin esfuerzo la grandiosa escalera de mármol que llevaba a las enormes puertas de roble en un movimiento único, fluido, enorme. Las puertas se abrieron para él sobre bisagras silenciosas y entró como una fiera. Había planificado esa llegada, sin duda: me había mantenido dormida para que no supiera dónde estaba, no reconociera el camino a casa ni qué otros territorios mortales podrían acechar entre el muro y yo. Busqué el cuchillo, pero descubrí solamente capas de ropa raída.

La idea de esas garras sobre mi capa en un intento por hallar el cuchillo me secó la boca. Hice un esfuerzo para apartar la furia, el terror y el asco mientras la yegua se detenía al pie de la escalera, sin necesidad de que yo hiciera nada. El mensaje era claro. Ese enorme castillo parecía vigilarme, esperarme.

Eché una mirada sobre el hombro al portón, que seguía abierto. Si iba a escaparme, ese era el momento.

Al sur, lo único que tenía que hacer era ir hacia el sur y al final llegaría al muro... si no me encontraba con nada en el camino.

Tiré de las riendas, pero la yegua se quedó donde estaba, aunque le clavé los talones en los costados. Dejé escapar un siseo bajo, fuerte. «De acuerdo». Me bajé.

Me dolieron las rodillas cuando toqué el suelo, me deslumbraron los rayos de luz.

Me aferré a la montura e hice una mueca; el hambre y el dolor me arrasaron los sentidos. Ahora..., tenía que irme ahora. Empecé a moverme, pero el mundo seguía girando y relampagueando.

Solamente una tonta correría sin comida, sin fuerzas.

No podría hacer ni media milla así.

Ni media milla y él me atraparía y me despedazaría, como había prometido.

Respiré hondo, largo, temblando. Comida..., conseguiría comida y después me iría, apenas surgiera otra oportunidad.

A TRAVÉS DE LA MONTAÑA-ADAPTACION/COMPLETÁ [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora