Un frío glacial la despertó. Sus ojos se abrieron y observaron el cielo del atardecer. El sol luchaba por mantenerse en lo más alto, pero era una batalla perdida, pues la oscuridad iba ganando terreno.
Su cabello rojo borgoña se desparramó por sus hombros al incorporarse, formando una cascada ondulante. La helada agua del océano acariciaba sus pies y ella los retiró rápidamente. Se palpó el cuerpo desnudo hasta llegar a las piernas y gimió sorprendida. Se levantó torpemente, oteando el horizonte pelágico. Corrió a las aguas sin importarle lo gélidas que estaban, pero cayó a los pocos pasos. Lloró amargamente, volvió a mirarse las manos, ahora húmedas, y decidió salir del abrigo acuático.
Abrazándose a sí misma, buscó un refugio con la mirada. Halló a su izquierda un castillo con el océano a sus pies, bañando la piedra con la que estaba hecho. Frente a la joven había un frondoso bosque, por lo que decidió encaminarse mejor hacia el castillo y pedir refugio por esa noche.
Caminaba con los brazos extendidos a ambos lados de su cuerpo, intentando no caerse. Le habría gustado abrazarse y taparse todo lo posible, pero había tenido que elegir entre el frío o caer. Rodeó las murallas que marcaban los límites entre el castillo y el bosque y llegó hasta la entrada. Una oscura verja impedía el acceso, pero se abrió nada más acercarse ella, invitándola a pasar. Miró hacia atrás. El oscuro bosque y unas nubes que prometían una gran nevada la saludaban. Cogió aire y entró en los dominios de aquel palacio. Una vez dentro, sus ojos se abrieron por la sorpresa. Había un camino bordeado de árboles en flor, mariposas revoloteando y pájaros entonando dulces melodías. Reinaba la primavera mientras en el exterior lo hacía el invierno. La oscuridad se cernía y, poco a poco, se encendieron luces en los árboles, iluminando su camino.
—Oh... —musitó.
Se adentró en aquel paraje observando todo y ayudándose de los árboles para avanzar sin problemas. Las puertas de entrada al interior del castillo también se abrieron cuando ella, tras mucho esfuerzo, logró subir las escaleras. Entró tímidamente, abrazándose con vergüenza.
—¿Hola?
Su voz cantarina retumbó en el inmenso vestíbulo ricamente decorado. El suelo era de mármol blanco con una alfombra esmeralda de terciopelo sobre él que terminaba a los pies de una escalinata. A la izquierda había un objeto de oro con tres brazos hacia arriba que parecía vigilarla. A su derecha, sobre una delicada mesa, lo que supo que era un reloj, con forma de lira, seguía sus movimientos. Se acercó a admirarlo. Sobre el cuerpo y los brazos del instrumento, de mármol blanco, había piezas doradas con motivos vegetales y astronómicos. Luego su mirada índiga se posó en el objeto de los brazos. No sabía su nombre ni recordaba haberlo visto nunca, ni tampoco que le hubieran hablado sobre él. De cada extremidad salía un cilindro blanco terminado en un brillo amarillo anaranjado que sus ojos reflejaron. ¿Qué era? Era hermoso.
Extendió sus dedos con un gran deseo de tocarlo, pero, al hacerlo, notó una sensación que jamás había sentido y no sabría siquiera definir. Sin embargo, una cosa sí tenía clara: dolía. El dedo ahora se mostraba rojo. Sopló por puro instinto y consiguió calmarlo, al menos un poco. Miró con angustia el objeto. ¿Cómo algo tan bello podía causar dolor? No lo entendía.
Un ruido escaleras arriba la sobrecogió.
—¿Hola? —repitió, sin obtener respuesta.
Se armó de valor y subió, con la mano firmemente puesta en la balaustrada de madera oscura. Le pareció ver una tenue luz alejarse por el pasillo de la derecha, y la siguió a través de pasillos decorados con armaduras y cuadros con criaturas fantásticas y mitológicas. Se detuvo ante uno que mostraba una sirena con torso de mujer y cuerpo de ave atrayendo con sus cantos a un navegante. Sonrió por primera vez desde que despertó en la playa y negó con la cabeza. No se explicaba quién podía imaginar así a una sirena.
Otro sonido la obligó a seguir, y llegó hasta una habitación en la que algo brillante crepitaba en una abertura de la pared. Era lo mismo que la había dañado en el objeto de tres brazos. Una mesa ratonera yacía delante de él con una bandeja de plata y comida y bebida en ella. No se dio cuenta hasta ese momento del hambre que tenía.
Se acercó con cautela. Un sofá estaba dispuesto delante de la mesa con una prenda lila en él. La cogió con curiosidad. Era una bata de seda que se puso sin pensárselo, tapando así su desnudez. Tomó asiento y esperó por si aparecía alguien, pero nadie llegó. No pudo resistirlo más; comió con avidez aquellos manjares y después, aunque hizo lo posible por impedirlo, se quedó dormida.
El piar de los pájaros la despertó por la mañana. Se encontró con un delicioso desayuno preparado en la mesa, y entonces se preguntó quién estaría tomándose tantas molestias por ella y por qué no se dejaba ver. Tendría que recorrer el castillo en su busca, pero antes daría cuenta de aquella suculenta comida.
Se levantó ya saciada y vio un vestido verde alga que descansaba sobre un sillón, con unos zapatos a juego y ropa interior. Sus ojos brillaron al ver el conjunto. Examinó las prendas para saber cómo se ponían y se las colocó con sumo cuidado. Luego se peinó con los dedos, dejando que los mechones enmarcaran su pálido rostro. Por último se subió a los zapatos y se sintió extraña. Eran cómodos, pero le gustaba más ir descalza, aunque, si los humanos los usaban, sería por algo. Le costó adaptarse a caminar con ellos, casi tanto como le había costado aprender a caminar la noche anterior.
Anduvo por los pasillos y entró en algunas habitaciones. Todo le pareció precioso, y le habría gustado tomarse su tiempo para explorarlo bien, pero ya lo haría en otro momento, si podía. Buscaba a alguien, esa persona misteriosa que tan bien la había acogido. Sin embargo, no halló a nadie, y ello la desanimó. Apenas había podido visitar un puñado de habitaciones, dadas las circunstancias en las que caminaba, apoyándose en todo lo que encontraba a su paso para no perder el equilibrio y caer.
Nuevos ruidos la atrajeron hasta un dormitorio, tan espléndido como el resto del castillo. Por alguna razón, supo que aquella estancia se había dispuesto para ella, y no supo cómo sentirse, si alegre o temerosa. Se dirigió al balcón y lo abrió con esfuerzo, pues nunca había tenido la oportunidad de abrir una puerta. Fuera la saludó el océano y sus ojos se empañaron. Varias lágrimas decidieron escapar y recorrer sus mejillas hasta morir en sus rojos labios. Se sintió sola, pequeña y perdida.
Averiguaría cómo volver, se prometió a sí misma.
Otro sonido la alertó de que no estaba sola. Corrió, trastabillando con el vestido a una puerta que había dentro de la habitación. Al abrirla no se encontró a nadie, sino que halló una estancia preparada para el aseo corporal. Había un gran recipiente hondo y circular en el medio a rebosar de agua y burbujas verdosas que desprendían un agradable aroma. Comprendió enseguida el significado, se desnudó sin preocupación y con una mano acarició la superficie. Estaba cálida. Era muy agradable. Se metió lentamente y disfrutó de aquello. Después seguiría buscando al autor de todo.
Se sintió rara al poco. Frunció el ceño y levantó las piernas. Pero no fueron piernas lo que salió del agua al otro lado de ella, sino una larga cola de sirena.
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La maldición de los reinos (Reinos Malditos)
Teen Fiction✨Érase una vez un reino sin recuerdos, un príncipe maldito y una princesa hechizada. Pero ¿qué pasaría si la sirenita nadara al castillo de la bestia? Aneris ansía conocer el mundo humano, y a causa de su deseo se verá envuelta en un viaje lleno de...