Capítulo 43

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¿Por qué él había reaccionado así? ¿Qué había cambiado de repente? ¿Había hecho ella algo malo? ¿O aquellos sentimientos que él parecía haber mostrado habían sido imaginaciones suyas? Tantas preguntas que la atormentaban sin descanso...

El príncipe Adrien ya no la quería en el castillo. ¿Acaso no lo habían pasado bien? Aneris daba vueltas y vueltas a todo sin hallar una explicación. Decidió apartar aquello de su cabeza. Ya tendría tiempo de pensar en ello aquella noche, cuando el dolor regresara para atormentarla.

Mientras atravesaban el bosque, Aneris observaba cada detalle como si fuera la primera vez. Nada había cambiado: la nieve, la frondosidad, la magia... Entre los árboles pudo ver el manzano que estuvo a punto de probar.

Sintió cómo el claro la llamaba.

La atraía.

Las manzanas de un rojo tan apetecible la invitaban a sentir su sabor.

Apartó la mirada, que se perdió delante de sí. Tenía experiencia con aquel bosque. Si se salía del camino, no volvería a encontrarlo.

Miró de reojo al guardia. Vestía una malla gris y negra con un escudo dorado en el pecho. Llevaba la cabeza descubierta, mostrando una corta cabellera castaña que se agitaba con el cabalgar de su montura. Tenía barba de dos o tres días y los ojos oscuros plantados en el camino que se extendía ante ellos.

A pesar de su silencio, se sintió segura con él. El soldado no la dejaría desviarse del camino.

Se aferró a su montura. Era la primera vez que montaba a... ¿cómo lo habían llamado? Caballo. Alzó una ceja. Ella conocía caballos en el océano y se parecían más bien poco. Pero claro... aquel no era el mundo acuático.

No tardaron en llegar a la linde. A pocos metros se veía el pueblo.

El hombre la ayudó a desmontar y cogió las riendas de ambos animales. Con un gesto, invitó a la joven a que caminara la primera, para que eligiera por dónde ir. Él la seguiría, dejándole su espacio, pero sin perderla de vista.

Aneris se colocó la capucha. Antes de avanzar, evocó los últimos días que había pasado allí y el miedo la invadió. Tenía que evitar ser reconocida, no quería que la volvieran a encerrar como a un vulgar monstruo. Se tapó todo lo que pudo.

¿Por qué había vuelto?

Por Día.

Necesitaba verla.

Necesitaba darle las gracias.

Avanzó hacia el mercado, pero no se aventuró entre los habitantes. Todo parecía normal. Los mercaderes anunciaban su género a voces para llamar la atención de los posibles compradores. Los niños corrían alrededor de sus madres que les llamaban la atención si no estaban comprando o cotilleando con otras mujeres. Varios cazadores hacían negocios con los mercaderes.

El soldado se entretuvo hablando con un desconocido mientras Aneris decidía qué camino tomar.

Una joven de rizos dorados semitapados por una capucha rubí salía del bullicio del mercado. La cara de la sirena se iluminó al reconocerla y se dirigió hacia ella. Olvidó por completo la última conversación que habían mantenido. Rubí la hacía sentirse bien.

La abrazó con fuerza.

—¡Eh! Pero ¿qué haces?

Rubí se apartó de aquel inesperado gesto de afecto y miró a la muchacha con gran desconcierto.

—¿Quién eres? ¿Qué haces? —repitió.

Aneris quiso responder. La voz no acudió a ella. Le mostró parte de su rostro y una afable sonrisa, pero la otra muchacha no pareció reconocerla.

—¿Necesitas algo? —preguntó la rubia.

Rubí miró a su alrededor, incómoda.

Aneris se mordió el labio inferior.

Durante un rato, sintió que el tiempo se detenía. Varios aldeanos pasaron a su lado, la miraron con curiosidad y enseguida dejaron de prestarle atención. La sirena se atrevió a quitarse la capucha y mostrarse. Mas a nadie le importó. Los miró, confundida.

Algunos le devolvieron la mirada con curiosidad, como si trataran de averiguar de dónde había salido, pero nada más.

Los ojos azules volvieron a clavarse en los verdes oscuro, que continuaban fijos en ella.

Rubí no sabía quién era.

El príncipe tampoco.

Nadie la recordaba.

¿Por qué? ¿Qué gran poder tenían el libro y la rosa para haber provocado aquel olvido? ¿Qué era lo que había hecho? Se sintió todavía más culpable.

—¡Aneris!

Una voz conocida la sorprendió y la alegró. Una anciana de aspecto amable se interpuso entre ellas. Su cabello negro y blanco estaba cuidadosamente recogido y sus ojos grises la miraban con entusiasmo.

—¿La conoces? —inquirió Rubí levantando una ceja.

La mujer, antes de responder, dirigió sus ojos a la chica rubia y después a las personas que pasaban cerca de ellas. Por último, se fijó en la sirena y esta pudo apreciar en su mirada un brillo audaz.

—Sí, la conozco. ¿Vienes a tomar una taza de té conmigo, Aneris? Creo que tenemos mucho de qué hablar...

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora