Capítulo 44

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El guardia que había enviado a acompañarla estaba tan absorto en una absurda conversación sobre mujeres que no prestó atención a la joven, que se iba con una anciana del pueblo. Le maldijo. Sus ojos rebosaron de rabia. Ese soldado podía dar por finalizada su vida en el castillo. Y en el reino.

Aneris sonreía feliz cogida del brazo de la anciana mientras caminaban juntas hacia una casa en las afueras del pueblo. Esa misma sonrisa que él había apagado momentos antes.

Desvió la mirada. Sentía algo así como culpabilidad. Otra vez. No. Tenía que apartar ese sentimiento. Un sentimiento de blandengues que no se podía permitir.

Sus pies anduvieron por la sala de la torre. A ratos echaba miradas al espejo que todavía le mostraba la imagen de las mujeres. No estaba bien lo que estaba haciendo, pero no podía dejar de hacerlo. Se obligaba a sí mismo a cesar de mirar y, enseguida, caía de nuevo presa de la imagen del espejo.

—Es mi reino. Es mi deber saber lo que sucede en él. Así me lo enseñaron ellos. Así lo hacía mi madre, la reina Selene —se dijo para excusarse.

Aneris se sentó en una mesa redonda mientras la anciana preparaba un té con unas pastas que no tardó en servir.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó la mujer, captando por completo la atención del príncipe Adrien.

A través del espejo, vio cómo Aneris se llevaba la mano a la garganta e indicaba mediando gestos que no podía hablar.

El príncipe entrecerró los ojos. Si aquella anciana conocía a la muchacha, quería decir que no había llegado de alguna isla o continente del océano. Sin embargo, ella le había dicho que sí. ¿Cuál era la verdad?

—Ah, conozco una infusión que te ayudará. Es muy buena para la garganta cuando...

Pero Aneris negó con la cabeza. Se señaló el cuello e hizo un gesto negativo con la cabeza. Luego abrió la boca y con la mano fingió que su voz salía y se iba lejos de ella. La anciana lo comprendió.

—No tienes voz...

La joven asintió con pesar.

Y Adrien frunció el ceño.

«¿Antes tenía voz?», se preguntó para sus adentros, como si pudiera ser escuchado por ellas.

—¿Y cómo la has perdido?

El joven se arrodilló frente al espejo. No quería perderse una sola palabra de esa conversación que se había tornado tan interesante.

Como respuesta, la doncella se encogió de hombros y dio un sorbo a su taza.

—Poco tiempo después de que la bestia se te llevara... —Hizo una breve pausa. Adrien se acercó todavía más al espejo—, todo cambió. La gente te olvidó de la noche a la mañana. No os recordaban ni a ti ni a la bestia. Casi llegué a creer que yo me lo había imaginado todo y que tú no existías. —Soltó una risa nerviosa y bebió también. Aneris cogió su mano y la acarició con ternura—. Pero aquí estás. Y si estás aquí es que todo ha sido real. —La muchacha asintió—. Y que yo no estoy tan mal de la cabeza como todos me hacen creer.

Se hizo el silencio entre ellas. Bebieron de sus tazas y comieron algunas pastas.

—Creo que todo esto se debe a un hechizo. Y si tú y yo lo recordamos es porque a nosotras no nos afecta. ¿Y sabes por qué? —La mirada de la anciana estaba cargada de una perspicacia que sorprendió al príncipe—. Porque ninguna somos de este reino. Yo vengo de un reino lejano, y tú del mismísimo océano.

Aneris sonrió e hizo un gesto con la cabeza.

El príncipe maldijo, indignado.

Ella lo sabía. Sabía todo lo que la anciana acababa de revelar.

Le había estado mintiendo todo ese tiempo.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora