Capítulo 63

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Día no tenía magia sin su varita. Era como un ave a quien habían cortado las alas.

Aneris sintió compasión. Rubí se acercó a la anciana y pasó el brazo sobre sus hombros de ella. Al verlas en aquel momento tan íntimo, la sirena decidió que había llegado el momento de hablarles de sí misma: les contaría quién era.

Mientras relataba su historia, percibió cómo el rostro de la rubia iba cambiando hasta mostrar una expresión confusa. Cuando terminó, Rubí se dirigió hacia ella, la miró con comprensión y abrió la boca para decirle algo. No emitió ningún sonido. Volvió a cerrarla y salió de la casa.

—Gracias por contarnos tu historia, Aneris —le dijo la mujer—. Y ahora... ¡tenemos mucho que hacer!

Estuvieron pensando sin descanso un plan para que Aneris pudiera colarse en el castillo, pero cada idea que proponían era más disparatada que la anterior y la descartaban enseguida. Rubí iba y venía, les traía comida y las escuchaba, pero no pronunciaba palabra.

Y llegó el último día del plazo. Aneris se mordía las uñas, desesperada, mientras daba vueltas por la sala principal de la casa de la anciana. Esta se hallaba sentada en su sillón favorito con los ojos cerrados, pensando más ideas.

«Ojalá tuviera mi magia...», se dijo.

La sirena se paró y miró a la mujer durante un buen rato. Frunció el ceño y dejó escapar una exclamación que hizo que Día abriera los ojos y le devolviera una mirada de desconcierto.

—Hiciste un trato con él... ¿No sabes su nombre?

—Si cumples tu parte, no te hace falta averiguarlo. Yo la cumplí al entregarle mi varita.

Aneris no dijo nada más. No había querido preguntarle a la anciana cuál había sido su trato. ¿Qué valía tanto o más que su varita, el origen de toda su magia?

Rubí llegó con la respiración entrecortada. De los nervios y la emoción, hasta se le olvidó cerrar la puerta.

—¡Lo tengo! Ya sé cómo vamos a conseguir que entres en el castillo bajo las mismísimas narices de los centinelas.

Sus amigas la miraron, expectantes. La rubia respiró y recuperó la normalidad mientras Día cerraba la puerta.

—Hay una celebración esta noche y todos los reyes y miembros de la realeza están invitados a ella. Al parecer, Nessarose se quiere presentar como nueva soberana del Reino del Piélago y el Reino de la Rosa Escarlata. —Se llevó un dedo a los labios mirando hacia arriba—. Creo que quiere poner un único nombre para ambos... ¿Reino de la Rosa Pelágica? ¿Reino del Piélago Escarlata?

—¡Rubí! —la instó Día.

—Ah, sí, perdón, perdón. Como iba diciendo, hay una celebración. —Clavó sus ojos en Aneris, que no veía en qué podía ayudarla esa fiesta—. Y tú podrás formar parte de ella.

—¿Cómo? Los guardias solo dejarán entrar a miembros de la realeza.

Rubí sonrió con picardía, se acercó a ella y posó el dedo índice en el hombro de la sirena.

—Tú eres una princesa, Aneris.

La apelada se dio cuenta de que era cierto: era una princesa del Reino del Piélago, mas seguía sin ver lo bueno de aquello.

—Los centinelas comprobarán la sangre de cada invitado para que nadie pueda colarse. Ellos no saben quién eres. Nessarose los trajo después de todo el lío que montaste, ¿verdad?

Aneris alzó una ceja, molesta por la insinuación de Rubí, pero no se lo tuvo en cuenta.

—Una vez dentro solo tendrás que escaquearte y... —Se calló.

La única parte con la que Rubí no estaba de acuerdo era con el hecho de robar la rosa para el duende. Aneris planeaba hablar con Adrien antes de hacerlo y buscar una solución con él. El príncipe poseía el espejo, quizás les mostrara algo que sirviera contra la reina malvada.

—¿Y de qué reino diré que vengo? No puedo decir del oceánico. —Se señaló las piernas, dando a entender que ningún miembro de su familia acudiría a la fiesta entrando por la puerta principal.

Rubí sonrió con picardía una vez más.

—De Corona de Hielo. Y yo te acompañaré para hacerlo creíble.

Aneris no alcanzó a comprender sus palabras hasta la llegada del atardecer, cuando empezaron a prepararla con otro vestido de los que Día guardaba. La sirena se abstuvo de preguntar cómo tenía aquello y vivía tan humildemente. Sus motivos tendría, y en esos momentos había cosas más importantes en su cabeza.

Una vez ataviada con un vestido color perla que resaltaba su figura y el color de su cabello recogido, las chicas se despidieron de la anciana, que abrazó a cada una, les pidió que tuvieran cuidado y les deseó toda la suerte del mundo.

Juntas se dirigieron al bosque y ahí Rubí se transformó en lobo para sorpresa de la sirena, que pensaba que la acompañaría quizás como una doncella. Entonces comprendió. Los habitantes de Corona de Hielo solían ir acompañados de algún animal de las nieves, como osos polares o lobos blancos.

Se internaron en el sendero del bosque, donde vieron algunas carrozas de formas diversas dirigirse a su mismo destino: el castillo. Ninguna se detuvo a recogerlas. La sirena ni siquiera le dio importancia. Tenía mucho en lo que pensar y el largo camino le daba tiempo para ello.

Aneris miró de reojo a Rubí y la sorprendió mirándola también. El lobo agachó las orejas, hizo un gesto con la cabeza y desvió los ojos hacia delante. La sirena sonrió aceptando aquella disculpa silenciosa. Le daba la impresión de que Rubí era de esas personas a las que les costaba pedir perdón. No le importó. Para ella, un gesto podía significar mucho más que una sola palabra. Y así fue en aquel momento.

Por ir a pie fueron de las últimas en llegar. Los centinelas, dos nagas, miraron a Aneris de arriba abajo y uno se acercó a ella con una daga bien afilada y un pergamino en blanco.

—¿Me permitís vuestro dedo?

Ella observó al centinela y obedeció. El lobo se sentó sobre sus cuartos traseros y esperó, paciente.

Aneris no había tenido la oportunidad de ver nagas en persona. Eran criaturas que habitaban lejos de la civilización oceánica. ¿Qué les había prometido Nessarose para lograr su lealtad?

El naga pinchó su dedo y unas gotas de sangre cayeron sobre el pergamino. Este se iluminó unos instantes antes de volver a parecer un pergamino normal. Los centinelas intercambiaron una mirada que preocupó a Aneris. ¿Habría salido algo mal?

—¿Reino?

—Corona de Hielo.

Ambos asintieron y la dejaron pasar. Una vez en los jardines, Aneris observó el lugar. Había perdido esa vitalidad que ella había conocido, las plantas estaban marchitas y el aroma apenas se percibía. Hizo una mueca de disgusto, sintiéndose mal.

En las puertas del castillo la esperaba otro naga.

—Seguidme —le ordenó sin ningún respeto.

Tomaron una dirección que Aneris sabía que no conducía al gran salón, donde suponía que iba a celebrarse el baile.

—¿A dónde vamos?

El naga resopló, molesto, pero respondió:

—Cada invitado debe presentarse ante la reina antes de que dé comienzo la celebración.

Aneris miró los ojos deRubí, que compartieron su preocupación.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora