Capítulo 55

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El amanecer era lento, el sol todavía no había salido del todo, pero esto no fue impedimento para que Aneris saliera corriendo hacia el pueblo, cruzando el Bosque del Invierno Mágico. Ni lo pensó. No pensó que se adentraría en un laberinto de árboles y sombras confusas del que sería difícil salir.

La nieve caló sus pies y la humedad ascendió hasta sus rodillas. Ni siquiera lo sintió. Su cabeza estaba puesta en Día, la única que podía ayudarla, aunque no sabía cómo. Solo pensaba en verla, y pronto, antes de que aquel ser volviera a aparecer para darle alguna orden que a ella le impidiera cumplir su objetivo.

Tuvieron que pasar unas pocas horas para que la sirena comprendiera que había cometido un grave error aventurándose en el bosque sin buscar antes un sendero o esperar por lo menos a que el sol brillara en lo más alto.

Se detuvo con la respiración agitada. Miró a su alrededor, sin ver una salida. Apoyó la mano en un árbol mientras su boca soltaba pequeñas nubes de vaho.

«Estúpida», se dijo.

Entonces oyó un aullido que la heló más que la propia nieve. Tuvo el tiempo suficiente para girarse y ver cómo un lobo gris y blanco la observaba a poca distancia con unos ojos verdes oscuro impropios de un animal. Se armó con una rama caída y la levantó entre ella y él, esperando que la criatura atacara. El lobo ladeó la cabeza y se limitó a observarla. Aneris no se atrevió a moverse por si lo provocaba. Decidió esperar a ver qué hacía el animal.

Lo que sucedió no se lo esperaba: cuando el sol por fin se alzó sobre los árboles, algunos de sus rayos atravesaron las hojas y ramas acariciando al lobo. Entonces este empezó a crecer, para sorpresa y mayor miedo de la joven sirena, que a punto estuvo de echar a correr. Sus piernas no le respondieron, por lo que se quedó allí plantada, viendo cómo el lobo se convertía en una joven de cabellos rubios vestida con una capa roja.

Rubí.

Abrió la boca, mas ningún sonido salió de ella. La cerró. Al volverla a abrir emitió un suave ruido que captó la atención de la joven de la caperuza.

—¿Qué haces aquí? —le espetó.

Aneris tragó saliva. ¿La recordaba? ¿Por qué? El hechizo de Nessarose debía de tener algo que ver, estaba segura. Entonces la esperanza brilló en su interior; si en el pueblo la recordaban, era muy probable que él también. El príncipe. Por eso había notado un cambio en su actitud el día del baile cuando la bruja apareció, cuando Adrien había pronunciado su nombre y la había mirado de una forma especial, de una forma que había abrazado su corazón. Sí..., tenía que ser eso. Él la recordaba por fin.

Se obligó a salir de ese cálido ensimismamiento para volver a la fría realidad.

—Necesito ver a Día —le pidió con toda la amabilidad que fue capaz. Rubí sabía que era una sirena, y eso quería decir que no le tenía en gran estima.

—Déjala en paz.

La joven rubia caminó y pasó por su lado sin mirarla. Aneris la siguió.

—¿Cómo has...?

—No es asunto tuyo. —Las palabras de Rubí estaban cargadas de desprecio.

Miró la espalda roja que caminaba delante y por un momento sintió culpa. Pero ella no era responsable de la muerte de los padres de Rubí. Que lo hubiera hecho una sirena no los convertía a todos en monstruos. Ella no era un monstruo. O eso creía. Dudó al reflexionar sobre todo lo que había sucedido por sus errores.

—¡Déjanos en paz! —gritó la rubia girándose.

Sus ojos echaban chispas, pero la sirena no se amedrentó.

—Quiero arreglar todo esto.

Rubí echó la cabeza hacia atrás y entrecerró los ojos, escrutándola.

—¿Arreglar qué, exactamente?

Aneris suspiró. Si quería que la ayudara, tendría que contarle la verdad. Debido al odio que Rubí ya sentía por ella, su confesión no mejoraría nada sino todo lo contrario. Pero debía arriesgarse, no se le ocurría otra opción.

—Nessarose se ha hecho con mi reino y el tuyo por mi culpa. Se los ofrecí en concha de plata sin saberlo.

La boca de la rubia se abrió por la sorpresa.

—No sé por qué me sorprendo... —musitó negando con la cabeza y mirándola con rabia.

—No lo hice a propósito, ¿vale? Me engañó. Yo solo quería ayudar a Adrien y... —Los ojos se le empañaron al recordar la situación en la que él se encontraba por su culpa.

La rubia pudo apreciar el dolor que reflejaba, pero no se ablandó.

—¿Al príncipe Adrien? —Entrecerró los ojos con suspicacia—. ¿Por qué iba a querer alguien ayudarle?

—Él... Él ha cambiado —aseguró la sirena.

—¡Ja! —Rubí puso los ojos en blanco.

Ambas se mantuvieron en silencio unos minutos que para Aneris fueron eternos. Necesitaba su ayuda.

—Así que la mejor forma de ayudarle fue condenándonos a todos. ¡Muchas gracias! —Volvió a girarse y continuar su camino.

—¡Quiero arreglarlo! Pero necesito vuestra ayuda...

La rubia se detuvo. Cogió aire varias veces, librando una fuerte batalla en su interior. ¿Ayudarla o dejarla ahí tirada a su suerte?

—Te llevaré con Día.

Aneris se acercó corriendo con una sonrisa, y ya iba a darle las gracias cuando Rubí volvió a hablar, impidiéndoselo.

—A mí ni te acerques.

Reanudó el camino hacia el pueblo con la sirena siguiendo sus pasos. Permaneció callada para que Rubí la llevara rápido con la anciana. No obstante, no iba a dejar pasar la ocasión de hablar con ella una vez hubiese cumplido su objetivo. Rubí estaba siendo muy injusta. Aneris había cometido errores y comprendía que alguien la odiara por ellos, pero aquella atrocidad por la que Rubí la culpaba no se encontraba entre ellos.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora