Lloró la muerte de su nodriza como nunca antes había llorado a nadie. Ni siquiera a sus padres. Los quería, mas una parte de él se sintió liberada en aquel momento en que cayeron en el sueño eterno. Los echaba de menos, pero mostrar debilidad y lágrimas los habría avergonzado.
En aquel momento no le importó parecer débil. Necesitaba soltar todo lo que había en su interior y expresar ese sentimiento tan doloroso que le había invadido. Ya nunca más sentiría su cariño ni tendría sus cuidados. Ni sus inteligentes consejos.
La anciana lo había sido todo para él desde pequeño. Recordaba haber llorado en su regazo cuando recibía una regañina de su madre. Ella le curaba cuando sufría una paliza de su padre. Le había enseñado a soñar, a creer en la magia, a dejarse guiar por sus sentimientos y no por como se suponía que debía ser un rey. Gracias a ella su verdadero yo no había desaparecido, aunque había permanecido latente durante años por causa de las rigurosas instrucciones de los reyes. Pero su nodriza lo sabía, sabía que no había cambiado aunque lo pareciera. Ella había sabido ver más allá de las apariencias; lo que él no hizo con el hada que lo maldijo.
Sin su nodriza, el príncipe no habría llegado a comprender que las personas eran más importantes que la riqueza.
Sin ella, tal vez Adrien hubiera construido un muro impenetrable que ni siquiera Aneris habría podido derribar.
Por la tarde ya no le quedaban más lágrimas. Se levantó y miró la rosa y el libro. Su condena.
Y recordó las últimas palabras de la mujer: «Recordad quién sois...». ¿Quién era él? Un cobarde arrogante y egoísta que, como sus padres, no había sabido cuidar de su bien más preciado: su reino.
Su mirada se endureció mirando aquellos objetos. Tal vez fuera ya tarde para él, pero iba a hacer lo que estuviera en su mano para liberar a su reino, aunque ello adelantara su eterna condena.
Se giró y miró el espejo. No se detuvo en observar su reflejo, sino que le pidió que se la mostrara.
Allí estaba Aneris, en compañía de la anciana llamada Día y la joven rubia llamada Rubí. Hablaban. Atendió a la conversación hasta la revelación de que Día era un hada madrina sin varita. Ni siquiera se sorprendió. Ya se esperaba cualquier cosa.
El reflejo viajó por todo su reino y él se limitó a observar en silencio. Vio familias que habían perdido la calidez, niños que habían perdido las risas, hombres que habían perdido el valor. Vio criaturas afectadas por el dominio de la reina malvada y otras indiferentes. Incluso vio una canturreando feliz alrededor de un fuego blanco.
Cuando el espejo se apagó, clavó sus ojos en la rosa.
Ya sabía cuál era la solución.
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La maldición de los reinos (Reinos Malditos)
Novela Juvenil✨Érase una vez un reino sin recuerdos, un príncipe maldito y una princesa hechizada. Pero ¿qué pasaría si la sirenita nadara al castillo de la bestia? Aneris ansía conocer el mundo humano, y a causa de su deseo se verá envuelta en un viaje lleno de...