Esa noche la pasó incluso peor que la anterior. Tuvo pesadillas sobre una bestia que le parecieron de lo más reales. Despertó varias veces en mitad de la oscuridad con el cuerpo sudando y el corazón latiéndole a mil por hora. No comprendía qué le estaba pasando. ¿Serían los nervios por la coronación? No había otra respuesta, aunque no le convencía del todo: él no solía ponerse nervioso.
Frunció el ceño. Los rayos de sol luchaban por dejarse ver en el horizonte y por dar un nuevo amanecer a aquel día. Había despertado una vez más hacía un rato y ya no había sido capaz de dormirse. Se incorporó, pensativo.
Recordaba bien el momento en que se había anunciado que sería coronado rey. Sin embargo, no le daba la impresión de que hubiera sido hacía apenas unas semanas, sino bastante más. Como si hiciera meses incluso. O años.
Sacudió la cabeza. No. Eso no podía ser. Era una gran estupidez. Pero recordaba todo tan confuso que ya no estaba seguro de nada.
Se levantó y vistió sin esperar que sus doncellas se presentaran para bañarle. Necesitaba salir de su habitación, despejarse y pensar.
Por los silenciosos pasillos se encontró con sirvientes que se ocupaban de sus quehaceres diarios. A cada uno que se encontró, le hizo la misma pregunta:
—¿Qué sucedió hace una semana?
Nadie supo darle una respuesta clara. Algunos se encogían de hombros. Otros hablaban de los preparativos de la coronación. Otros habían cambiado de tema. Otros le decían que lo mismo de cada día. Nada claro, en opinión del príncipe Adrien.
Esto provocó más confusión en él. Parecía que no era cosa suya, sino que afectaba a todos los habitantes del castillo. Empezó a elaborar teorías, a cada cual más disparatada. Desde algún tipo de veneno en el agua que se consumía, hasta hechizos de seres como troles que supuestamente solo existían en boca de fantasiosos cazadores nobles a quienes les gustaba alardear de proezas ficticias. Repasaba cada una mentalmente y las iba descartando. Al final no se quedó con ninguna.
¿Entonces qué estaba pasando? ¿Qué había cambiado? Todo parecía igual, pero no lo era. Estaba seguro de ello.
Tras el desayuno, donde apenas probó bocado a pesar de las insistencias de su más fiel consejero —quien tampoco supo responder con precisión a la pregunta formulada por el príncipe—, se dirigió hacia lo más hondo del castillo envolviéndose en su capa azul de invierno. En el lado opuesto de las mazmorras había una cripta ricamente decorada donde yacían los restos de los antiguos reyes. En el centro, en dos urnas de cristal con detalles dorados, reposaba un matrimonio dormido: el rey Endimión y la reina Selene. Sus padres.
Su codicia, sus ansias de vivir eternamente los habían condenado al sueño eterno. Había invertido tiempo, recursos y soldados en la búsqueda de una solución. No todos habían regresado. No consiguió nada. Sus padres reposarían hasta el final de los reinos.
Allí también flotaba la Rosa Escarlata, un objeto mágico que guardaban con celo todos los que habían reinado. La rosa era lo único que podía proteger aquel territorio en caso de necesitarlo. Los habitantes ya habían olvidado su existencia, ya que había sido ocultada por los reyes para que no cayera en manos oscuras. También se había planteado usarla para despertarlos, mas no sabía cómo y no podía arriesgarse a hacer un mal uso de la flor.
Vagó por sus recuerdos mientras los miraba, intentando aportar claridad a las imprecisas imágenes que venían a su cabeza. También recordó las pesadillas. Quiso buscarles un significado lógico. Un significado que no logró hallar.
Le desesperaba que algo se escapase a su control. Siempre lo había mantenido todo bien atado. Al principio, con la ayuda de ellos, por supuesto. De hecho, no había tenido que ocuparse prácticamente de nada durante años, salvo de sus estudios y clases prácticas. Pero cuando sus padres cayeron en el sueño eterno, fue su responsabilidad encargarse de todo. Y se había prometido no cometer los mismos errores que ellos. Jamás habría una traición a la corona, ni conspiraciones entre los campesinos. La nobleza no haría lo que le diera la gana sin que él lo supiera.
Y a pesar de sus promesas y de haber trabajado por que todo estuviera bajo su dominio y conocimiento, algo estaba pasando. Algo muy extraño que parecía no tener explicación.
La tarde anterior había acabado en la biblioteca sin saber por qué. Había navegado entre libros y libros y había descubierto, con sorpresa, que muchos de ellos los conocía. Conocía sus historias y a sus personajes. Pero lo más extraño era, sin duda, tener la certeza de que él jamás se había sumergido en ninguno de ellos. Ni los había abierto siquiera. Al principio, el hecho de conocer esas aventuras que relataban le había parecido una sensación. No obstante, solo por asegurarse, decidió comprobarlo: cogió un ejemplar, leyó el título y en su cabeza se formó la historia. Hojeó el libro y... Efectivamente, sucedía lo que había en su cabeza. Cogió otro ejemplar e hizo lo mismo. Y luego otro. Y otro más. Con todos acertó. Mas ninguno de ellos había caído antes en sus manos, ni siquiera cuando estudiaba.
¿Qué era lo que se le escapaba?
En la comida, que compartía con su consejero más allegado y el capitán de la guardia, les preguntó:
—¿Vosotros notáis todo normal en el castillo? ¿No habéis visto algo raro?
Los dos hombres, mayores que él, se miraron sin comprender. Luego miraron al príncipe Adrien.
—¿A qué os referís? —inquirió el consejero.
—No sabría explicarlo. Mas algo no va bien.
Se llevó la copa de vino a los labios y dio un pequeño sorbo. El capitán tragó lo que acababa de llevarse a la boca y habló:
—¿Creéis que puede tratarse de alguna conspiración? Puedo hacer averiguaciones si lo deseáis.
Adrien suspiró. No le entendían.
—No, no se trata de eso. No importa.
Siguieron comiendo en silencio.
El príncipe tenía la cabeza a punto de estallar. ¿Con quién podía hablar que le comprendiera?
Caminó por los corredores buscando con qué entretenerse. No le apetecía atender sus responsabilidades reales. No se sentía en condiciones para ello.
A través de una puerta abierta, vislumbró uno de los salones preferidos de sus padres. Al fondo había un balcón que daba al océano. Salió y lo contempló. Las suaves olas rompían con las rocas que había a los pies del castillo. El sonido y las vistas eran relajantes y le ayudaron a dejar la mente en blanco. Cerró los ojos y sonrió con gusto.
—¿Todo bien, alteza?
Allí estaba ella, la que había sido su nodriza hasta cumplir la mayoría de edad. Todavía seguía encargándose de él, haciendo muchas veces el papel de madre. Él se lo agradecía. Era la persona en quien más confiaba del castillo, aparte del capitán.
—No —respondió abriendo los ojos—. Siento que algo no va bien.
—¿También os atormenta una bestia?
Adrien se giró con brusquedad y la miró sorprendido. No había compartido con nadie lo que contenían sus pesadillas...
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La maldición de los reinos (Reinos Malditos)
Teen Fiction✨Érase una vez un reino sin recuerdos, un príncipe maldito y una princesa hechizada. Pero ¿qué pasaría si la sirenita nadara al castillo de la bestia? Aneris ansía conocer el mundo humano, y a causa de su deseo se verá envuelta en un viaje lleno de...