Capítulo 67

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La joven corrió por los pasillos en dirección a la salida, sin embargo, se encontró que esta estaba llena de nagas que no la miraron muy amistosamente. Le habría gustado quedarse junto a él, haber tenido una mejor despedida.

«Despedida».

Esta palabra la acompañó en su huida. Eso era lo que habían tenido, y ni siquiera había podido decirle todo lo que necesitaba. Ya no tendría otra oportunidad. Salvaría ambos reinos, pero no podía salvar también a la bestia.

Quiso volver escaleras arriba, pero vio más nagas. ¿A dónde podía ir? Al gran salón. Pero estaba lleno de gente inocente que podía salir herida.

«No tengo opción», se dijo.

Cuando entró con la respiración agitada, muchas caras se giraron hacia ella y la escrutaron con curiosidad. Apretó la rosa contra su pecho y los miró con desesperación.

El gran salón seguía igual, con una pared desaparecida y una pasarela que terminaba directamente en el océano, por donde habrían aparecido los nagas, supuso ella. Había algunas sirenas y hombres oceánicos de la nobleza asomando por la superficie, mas no reconoció a nadie de su familia.

Las antorchas iluminaban junto con las lunas cada rincón y cada rostro, haciendo resplandecer las vestimentas ornamentadas.

—¡Marchaos! Nessarose os ha engañado. ¡Quiere hacerse también con vuestros reinos como hizo con el mío, el Reino del Piélago!

—¡Tú...!

Aquella tétrica voz heló hasta al más valiente de los presentes. Aneris se giró y vio en el umbral de las enormes puertas del gran salón a la reina malvada. Sus ojos echaban chispas.

Los invitados salieron huyendo al ver el gran poder que emanaba de ella, su furia desmedida. A ninguno le importó dejar a una joven doncella ante aquel monstruo. Solo pensaron en sus propios reinos y en sus propias vidas. Aneris se apartó, aumentando la distancia entre ellas.

—Dame esa rosa y no habrá represalias. Te devolveré al océano con tu familia.

Pero la sirena, muerta de miedo, negó con la cabeza.

—¡No seas estúpida, niña!

—¡Libera los reinos y será tuya!

Nessarose rio a carcajadas, como si le hubieran contado el más divertido de los chistes. Aneris aprovechó para apartarse todavía más.

—Está bien, si quieres que lo hagamos por las malas... Así será.

La bruja extendió el brazo y la apuntó con el cetro. Un ataque azulado se dirigió a la sirena, que se apartó a tiempo. Corrió por la sala esquivando los hechizos.

—¡Se acabó! —bramó la bruja.

Sus ojos centellearon, las antorchas se apagaron y solo brilló la magia del Cetro Azur, que se tornó violácea y negra. Lanzó el ataque hacia la joven que esta vez no pudo esquivarlo porque el hechizo la persiguió hasta alcanzarla.

Aneris cayó al suelo propinándose un fuerte golpe en el costado. Creyó que la bruja la había inmovilizado. Sin embargo, no era eso lo que había ocurrido. Bajo la amplia falda del vestido había una cola escamosa índiga. La miró, horrorizada, y luego a la mujer, que sonreía triunfante. Se arrastró como pudo para huir, pero apenas pudo avanzar.

—A ver, a ver... ¿Qué escondes?

Arrancó la rosa de manos de la sirena sin ningún cuidado, lo que hizo que se pinchara y sangrara. La rosa destelló al entrar en contacto con la sangre. Pero Nessarose no le dio importancia. Amplió su sonrisa. Por fin era suya. Era suyo el gran secreto de la antigua reina. Tanto tiempo delante de sus narices y ella sin saberlo.

Siempre había sabido de la existencia de la Rosa Escarlata y su gran poder, pero también creía que si alguien la tocaba le haría perecer.

Había llegado a sus oídos que la reina Selene poseía algo con lo que controlar el reino desde su propio castillo y, aunque había sospechado en un primer momento de la rosa, la había descartado. Nadie podía usarla a su antojo sin morir en el intento. Descubrir el espejo había sido la gran respuesta, hasta que había visto a Aneris huir con la rosa en sus manos sin sufrir daño alguno, y entonces lo supo: había sido engañada.

Como cada objeto mágico, la rosa también tenía alrededor sus propias leyendas: quien osara tocarla hallaría su perdición. Todo para protegerla de malas manos. Pero la sirena no había sufrido ningún fatídico final. Había entrado en el castillo para hacerse con ella y alejarla de la bruja. Nessarose no lo iba a permitir. Recuperaría lo que era suyo por ser la nueva reina. Ahora podría dominar cada rincón de su nuevo reino.

De repente, notó una extraña debilidad. Dejó caer tanto la rosa como el cetro y se arrodilló, respirando con dificultad. Miró sus manos. Su pelo se apagó. Enseguida se dio cuenta de lo que pasaba. Miró la flor y soltó un grito.

—¡No!

Sus ojos se posaron en la sirena, cuyo pulso se aceleró al sentir esa furia y ese odio desenfrenados.

—Has sido muy astuta,Aneris. —Agarró el cetro con tal fuerza que sus nudillos se pusieron blancos—.Esa cosa me ha arrebatado mi magia. —Se levantó y se acercó lentamente—. Perote olvidas de que todavía poseo el cetro de tu padre. —Apuntó con él a la joveny sonrió. Aneris vio en aquella sonrisa a la mismísima muerte—. Despídete decuanto conoces.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora