Capítulo 46

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El recuerdo de Aneris se fue diluyendo con cada día que pasaba. O eso era lo que quería creer, pues no había noche que no fuera a la sala de la torre a mirar a través del espejo...

La miraba a ella. La veía sufrir. Día, que así era como se llamaba la anciana, cuidaba cada noche de la joven. Él podía sentir ese dolor durante unos segundos, los pocos que duraba su debilidad. Hasta que apartaba la vista del espejo y este le devolvía su regia imagen. Su porte real. El rey que debía ser.

Las pesadillas todavía inundaban sus sueños nocturnos. Bestias, rosas, libros, rugidos, gritos... Lo achacaba a los nervios por la coronación. El gran evento tenía lugar al día siguiente. La corona se posaría sobre su cabeza al alzarse las lunas crecientes y ahí descansaría durante años, hasta que un digno heredero le relevara. Sí, alguien de su misma sangre. Ya sus consejeros habían sugerido que podría elegir esposa entre las doncellas, nobles y princesas que acudieran a la gran fiesta. Tendría dónde escoger, pues habían sido invitadas hasta las familias de los reinos más lejanos. Tenía que ser una princesa. Ello ayudaría a ampliar su reino, algo que sus padres no consiguieron.

Sonrió.

Haría cosas más grandes quede las que lograron sus padres. Su pueblo le adoraría y le recordaría como el mejor rey que el reino había tenido.

De regreso a su habitación, supo que no lograría conciliar el sueño. Y si lo conciliaba, reviviría las pesadillas que le visitaban noche tras noche. Curiosamente, estas habían desaparecido cuando Aneris había estado en el castillo. Y habían vuelto al marcharse ella.

Pero ella no se había marchado.

Él la había echado.

Sacudió la cabeza. ¿Por qué no podía apartarla de sus pensamientos? Ella le hacía débil. Se lo repetía una y otra vez, y ya estaba convencido de ello. Y, sin embargo, cuando menos lo esperaba, la mirada de Aneris emergía dentro de él.

Sin apenas darse cuenta acabó en la biblioteca, y supo que sería una buena idea introducirse en un libro. Últimamente lo ayudaban siempre que lo necesitaba. Aunque iba a ser difícil elegir uno de tantos como había en la inmensa sala rebosante de mundos y aventuras. Un laberinto de sueños. Un lugar donde la imaginación volaba libre y nada ni nadie podían detenerla.

Las antorchas estaban prendidas, como si la propia estancia hubiera sabido que acudiría en busca de refugio. La biblioteca le había estado esperando. Admiró su belleza. Sintió tranquilidad. Se sintió libre.

¿Cuánto tiempo llevaba sin sentirse libre? Era prisionero de su castillo desde pequeño. Condenado a ser rey.

—No es mi condena. Es mi cometido.

Sus palabras resonaron por cada libro.

Escogió uno al azar y se acomodó en un sillón. Lo abrió por la primera página y comenzó la lectura.

No llevaba ni dos líneas cuando sintió algo extraño. Miró en derredor, escrutando la estancia, pero estaba solo. Era curioso. Había sentido como si alguien le observara. O no. Había sentido como si ya hubiera vivido ese momento. Él sentado a la luz de las antorchas con un libro en su regazo. Lo curioso era que no sentía como si lo hubiera vivido en primera persona, sino como si se hubiera visto a sí mismo desde fuera.

—Genial... —murmuró.

Se levantó para colocar el libro en su sitio. Miró una vez más a su alrededor para comprobar que estaba solo.

—Me estoy volviendo loco.

Entre las pesadillas y las sensaciones, la laguna mental que había tanto en él como en sus sirvientes, la aparición de Aneris y su conexión con la anciana...

Empezó a comerse la cabeza. Sus padres ya le decían a menudo que pensar demasiado no era bueno. Uno podía volverse loco. Ya le habían hablado en alguna ocasión de un hombre al que llamaban popularmente el Sombrerero, al que se le había ido la cabeza de tanto pensar. Confundía a las gentes del reino, motivo por el cual los antiguos reyes le echaron de sus tierras. Corría el rumor de que habitaba en el Reino de Corazones, donde estaba en busca y captura por haber ofendido a la mismísima reina de corazones, quien ofrecía una cuantiosa recompensa para quien le encontrara y le llevara a su presencia. Ella le aplicaría su castigo favorito: le cortaría la cabeza.

Adrien no quería acabar como el Sombrerero. Aunque de pequeño había mostrado gran interés por él. Cuando los sirvientes le habían hablado del Sombrerero y de las preguntas que se hacía y que le habían vuelto loco. Como, por ejemplo: ¿A dónde van las lunas cuando el sol reina en el cielo? ¿Quién es más mágica, un hada o una madre? ¿Las aguas reflejan la belleza o la absorben?

Preguntas sin respuestas.

Respuestas que, de pequeño, le habría gustado conocer.

Él también se había hecho siempre una pregunta:

¿A dónde van los sueños al despertar?

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora