Capítulo 56

256 44 4
                                    

Aneris. Solo ella cruzaba su mente una y otra vez mientras daba vueltas por la sala. ¿Qué había hecho? ¿Sería consciente de a quién había entregado su voluntad? No, no podía saberlo. De haberlo sabido, no lo habría hecho. O eso quería creer él.

¿Hasta qué punto la conocía?, se preguntó.

Sabía que era una sirena. La hija del rey del océano. Alegre, cariñosa, soñadora, impulsiva, curiosa... Pero ¿qué era lo que la había llevado a transformarse en humana? ¿Cuál había sido su intención?

Se detuvo. Las dudas empezaron a hacer mella en él.

¿Y si se había acercado al príncipe para quedarse con su reino? No, no podía ser cierto. Ella no haría algo así. Pero ¿estaba seguro? Aneris le había mentido desde el principio. ¿En qué más le había engañado?

Resopló mirando su reflejo. No había podido seguir viéndola tras haberse internado en el bosque. Temía que Nessarose llegara por sorpresa y le descubriera.

Tendría que conformarse con hacer conjeturas hasta que pudiera volver a verla.

De repente, tuvo la sensación de que la sala era más pequeña. Empezó a sentirse agobiado e incluso sintió cómo el aire se hacía más pesado, impidiéndole respirar con normalidad. Se puso nervioso. Gruñó varias veces mirando a su alrededor.

¿Qué estaba pasando?

Salió al balcón y trató de serenarse. Respiró hondo, cerró los ojos y dejó que el sonido del océano le calmara.

Pasado un buen rato, y cuando consideró que ya estaba bien, echó una mirada al interior de su prisión. Seguía como siempre, no era más pequeña ni había nada raro en ella. Había sufrido un ataque de claustrofobia. Nunca antes le había pasado. Supuso que el estar allí encerrado día y noche sin la posibilidad de salir le estaba afectando cada vez más.

Se quedó fuera un rato, aspirando el aire invernal.

Retornó dentro cuando la tarde ya había caído y un sirviente le llevó algo de comer. Se lo agradeció con la mirada antes de que se retirara. Miró con pesar la puerta que se interponía entre él y su libertad.

Su comida consistía en varios trozos de carne cruda. Si no se la hubieran servido en un plato se sentiría como lo que era: una bestia. Cogió un pedazo con su garra y lo miró con indiferencia.

Entonces volvió a sentir la presión en su pecho, la falta de aire. La habitación se encogía, queriendo aplastarle... La carne resbaló de entre sus dedos y Adrien rugió desesperado.

El balcón seguía abierto. La puerta permitía la entrada de la luz en las tinieblas que le acechaban. Aquella luz era su única salida, la forma de escapar del castigo al que había sido condenado de por vida.

Se llevó las garras a la cabeza y cerró los ojos.

«Nada es real», se dijo.

Nada de lo que dijo bastó para que su agonía cesara.

Volvió a mirar hacia el balcón, donde las luces crepusculares anunciaban la llegada de la noche. Y lo vio claro.

La bestia corrió hacia la terraza y saltó al vacío.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora