Capítulo 19

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Cuando Rubí se marchó, Aneris estaba tan cansada que olvidó preguntar a Día sobre el reino acuático. La anciana le mostró su habitación y le deseó buenas noches. Era pequeña, pero acogedora. Dejó la ropa cuidadosamente colocada a los pies de la cama y se metió entre las ásperas mantas que la cubrían. Pensó en su hogar, en su abuela y sus hermanas. En su padre. ¿Estaría muy enfadado con ella? ¿Sabría la verdad? Confiaba en su abuela y sabía que ella no se lo habría contado. Pero pocas cosas escapaban al rey de los océanos.

Se sintió mal. No había vuelto a buscar a su abuela para saber si había encontrado una solución a su estado. Se había entretenido tanto con la bestia y su castillo que no se había dado cuenta de que, en realidad, estaba metida en un buen lío. Se mordió el labio inferior, pensativa. Tendría que volver a cruzar el bosque y regresar al océano en busca de su abuela. Tal vez ya había encontrado algo, pero el despiste de su nieta le había impedido comunicárselo.

«¿En qué estabas pensando? Te dijo que disfrutaras, no que te olvidaras...», se regañó.

Después pensó en la bestia. ¿Estaría bien? ¿Notaría su ausencia? Había estado varios días curioseando por su castillo e importunándole con sus preguntas. Sonrió. Había sido divertido. Debía reconocer que echaba de menos la magia del palacio y la mirada sorprendida de él cuando se cruzaban.

Por la mañana oyó cómo Día hacía cosas por la casa. Bostezó con gusto antes de salir de la cama. ¿Qué le deparaba aquel día? ¿Qué cosas nuevas conocería?

Salió de la habitación y agradeció el agradable fuego que crepitaba en la chimenea. Le sorprendió encontrarse todo limpio y recogido, las llamas encendidas y la mesa puesta para el desayuno. Día estaba cocinando algo que olía tan bien que a Aneris se le hizo la boca agua.

—¡Buenos días! —saludó.

—¡Ah! Buenos días, querida. ¿Has dormido bien? Espero no haberte despertado con mi ajetreo...

Aneris la observó. Sus cabellos estaban despeinados. Llevaba un vestido verde de lana con un delantal amarillo pálido por encima manchado de polvos blancos.

—Para nada, y he dormido muy bien.

—¡El desayuno está casi listo!

Vertía parte de un mejunje líquido amarronado en un recipiente de metal redondo. Luego le dio la vuelta lanzándolo al aire, provocando una exclamación en la joven.

—¿Qué es?

—Tortitas de canela. No solo voy a buscar setas al bosque.

Cuando se sentaron a la mesa, Aneris engulló aquellos manjares como si le fuera la vida en ello. Las tortitas estaban deliciosas.

—¡Más despacio, niña!

Pero para cuando Día se lo dijo, la joven ya había terminado y se limpiaba con gusto con una servilleta. Esto se lo había visto tanto a Día como a Rubí la noche anterior. Por fin había comprendido por qué siempre hallaba este objeto en el castillo, cuando comía.

—¿Puedo preguntarte algo?

La anciana la observó ladeando levemente la cabeza. En los ojos de la muchacha brillaba la curiosidad.

—Claro, pero antes, déjame advertirte una cosa: debes tener cuidado con esa curiosidad que posees. La curiosidad no es mala, pero su exceso se puede volver contra ti.

¡Cuánta razón tenían sus palabras! Si la anciana supiera que por culpa de su curiosidad estaba delante de ella en esos momentos...

—¿Qué sabes del reino acuático?

La expresión de la mujer se tornó más seria. Su mirada se centró en el último trozo de tortita, el cual se metió en la boca y masticó con lentitud.

—Yo no pienso que inventes nada. Te creo. Y me gusta conocer otros lugares —la animó Aneris.

Sus palabras parecieron surtir efecto. Logró que la anciana levantara sus ojos hacia ella y comprobara su sinceridad. Algo en Aneris le decía que no era como los habitantes de aquel pueblo.

—Cuando estuve en la ciudad, escuché historias de gente que tuvo la oportunidad de verlo con sus propios ojos. Un mundo en los océanos lleno de seres maravillosos: sirenas, tritones, cecaelias, hipocampos... ¡Hasta selkies! Un reino donde no existen las reglas y puedes nadar libremente aquí y allá. —La mujer se balanceó a uno y otro lado—. Donde no hay egoísmo, pobreza, maldiciones...

La voz de Día enmudeció. Sus ojos se tornaron soñadores al tiempo que imaginaba un mundo tan maravilloso.

Aneris se moría de ganas de decirle que sus mundos no diferían tanto. En el océano también había problemas y normas a seguir. Pero no podía desvelar su verdadera naturaleza. Ya se había saltado una de las leyes del océano, no quería seguir infringiéndolas.

—¿Quieres acompañarme al mercado? Me hacen falta algunas cosas.

La mujer ya se había levantado y recogía los platos. Aneris se apresuró en ayudarla.

—¡Claro!

En cuanto estuvo todo en orden, se abrigaron y salieron juntas de la casa. Se encontraba algo apartada de las demás. Día le contó que había pertenecido a una familia de granjeros y que por eso estaba algo alejada del pueblo. Gozaba de unas vistas espectaculares a una parte del bosque y unas montañas lejanas.

El día estaba nublado, algo que no impidió que el mercado rebosara vida y griterío. Aneris aprendió mucho observando tal cantidad de objetos y viendo para qué servían.

Entonces, empezó a llover. Una. Dos. Tres gotas. A la joven le pareció extraña la sensación de la lluvia. ¡Agua que caía de los cielos! ¿Cómo era posible? ¿Qué magia era aquella? Bajo la superficie había visto llover e incluso se lo habían contado, pero jamás lo había imaginado así. Frío. Mojado. Gotas que recorrían su piel abriéndose camino.

La gente empezó a dispersarse. Parecían incómodos con aquel tiempo. ¿Por qué? Se preguntó. A ella le resultaba divertido. Giró sobre sí misma y cayó al suelo entre risas. ¿Se había resbalado? No. Había sido una caída rara, algo que todavía no había experimentado desde que tenía piernas.

—¡Aneris! —gritó la voz de Día.

La joven la miró desde el suelo y su sonrisa se borró de la cara. La anciana la miraba con una boca bien abierta por la sorpresa. No. No la miraba a ella, no al menos a sus ojos. Miraba más abajo. Siguió su mirada y comprobó con horror que sus piernas habían desaparecido, dando paso a una escamosa cola índiga.

¡La lluvia! De haber sabido que pasaría eso, no habría salido de casa de la anciana.

Buscó con los ojos los de Día para pedirle ayuda, mas la anciana estaba paralizada contemplándola. La joven se mordió el labio inferior, sintiéndose culpable por no habérselo confesado. No vio en la anciana decepción ni reproche, simplemente sorpresa.

Las miradas de los pueblerinos se centraron en ella. Gritos llamaron a los que ya se habían refugiado en sus casas, para que se asomaran y vieran a la sirena. Algunos se asomaron a las ventanas, otros salieron de sus hogares con armas en sus manos, algo que puso a la sirena en alerta. Vio en sus rostros crueldad y codicia.

Y Aneris sintió miedo mientras varias sombras terroríficas y amenazadoras se cernían sobre ella.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora